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Desaparición sin causa aparente

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En los últimos días un nuevo caso de persona desaparecida ha llamado sido noticia. Richard Ángel, un chaval de 16 años de Algete y cuyo último rastro se localizó en Alcalá el 31 de enero. Un menor con padres separados y que se esfumó tras una reyerta a las puertas de una discoteca, ingredientes más que suficientes para acabar en la sección de Sucesos de periódicos y televisiones, ávidos de estos asuntos en un momento de sequía informativa tras indigestión del pederasta de Ciudad Lineal.

Pero el caso de ‘Richi’ es uno más de cientos que ocurren cada año sólo en Madrid. La última estadística, facilitada a finales de 2013 por el director general de la Policía Nacional en el Senado, revelaba que sólo en su institución se denuncian entre 13.000 desapariciones al año, el 65% de menores. Se trata de fugas de centros de internamiento o por razones familiares o escolares y generalmente se resuelven en un plazo de entre 24 a 48 horas. Entre los adultos, el 30% del total, los problemas son familiares o de convivencia. Y entre los mayores de 65 años, el restante 5%, se deben a enfermedades psíquicas y demencia senil.

En función de la causa hay también varias categorías: las voluntarias, que engloban ausencias intencionadas de adultos, fugas de menores o huidas de personas sobre las que pesa alguna reclamación policial; las involuntarias, que son accidentes de discapacitados o de ancianos con demencia; y las forzosas, en las que hay un móvil criminal como un homicidio o un secuestro. Por ejemplo, la de Marta de Castillo o la más cercana de María Piedad, la mujer de Bodilla desaparecida tras encontrarse con su expareja, que luego se suicidó en la Sierra.
 
Por último, están las que se llaman desapariciones sin causa aparente, al menos desconocida para familia y amigos. Son las menos y son las más difíciles de resolver por la Policía. Como en los crímenes, las primeras horas son las más importantes porque se aportan las informaciones más útiles a la investigación.
Mientras tanto, hay que analizar conductas de riesgo del sujeto, que suele ocultar intencionadamente por ser delictivas o moralmente rechazables por sus familia. Conductas que son atípicas y que hace que, con frecuencia, estas personas interactúen en medios marginales o poco controlados, lo que les sume en mayores riesgos que a la población normal a convertirse en una víctima desaparecida.
 
Por eso el trabajo de psicólogos, periodistas y criminólogos es tan importante en estos casos. Los primeros, tratando el estrés emocional agudo de los familiares ante el sentimiento de culpa y la ausencia de duelo que con el tiempo provoca una desaparición cercana. Los segundos, transmitiendo la imagen y los datos del desaparecido, sin amarillismo ni alarmismo que hieran a la familia. Y los últimos, realizando una ‘autopsia psicológica’ del investigado: sus implicaciones afectivas, sociales y económicas para conocer el móvil de la desaparición y poder así encontrarle a tiempo.

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