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A Dani

Víctor Vázquez

¿Por qué hay que morir?, nos preguntó una vez Mariquiña Valle-Inclán, así, de sopetón, como lo haría un niño o un sabio, en una de esas llamadas que le hacíamos a su exilio en Hendaya desde el estudio del pintor Liébana. Después de un largo silencio, las cien razones que podría contestar en cualquier momento se quedaron mudas. Y comprendí que el que muere, lo hace solo, pues, aún en compañía, no se puede compartir con nadie la entraña de ese instante.

Recuerdo hoy esa conversación, un día que empezó lluvioso y se ha tornado en sombra de luto por la pedrada de un mal sueño hecho realidad: Dani se ha matado. Un vuelco al corazón y mil imágenes que se derrumban en todas las direcciones como un puzzle absurdo. Me crece el frío desde dentro. Se me engulle la voz y escribo con la misma rabia con la que suenan ahora mismo en mi casa los Rammstein que tanto le gustaban.

Dani era grande, una persona buena sin fisuras, tanto, que al final el perjudicado siempre era él. En la pura desesperación no iba a ser de otra manera y frente a la cobardía que dicen los imbéciles, lo de él ha sido una gran valentía, sin duda equivocada hasta su raíz, para dejar de ser el lastre que se pensaba para quien más le quería. L. saldrá de ésta, tiene la fortaleza de un batallón, es de esas mujeres que si juntas una docena son capaces de levantar un país. Dani lo sabía y creo que eso fue parte del consuelo.

Su último gran amigo fue Faisal, marroquí de Tetuán; el último gran amigo de quien había tonteado en primera juventud con grupos de radicales adoptando un odio impostado, que él no tenía dentro, sólo por sentirse integrado en algo. Esa es su lección y nuestra esperanza de que algo pueda cambiar en el mundo a pesar de que enfrente tengamos a todos esos mediocres que se amparan en que la cosa está montada así como excusa para no hacer nada, a todas esas empresas que, a pesar de sus beneficios, buscan el eurito de más a costa de exprimir a sus trabajadores, que no dejan de ser números con nombre y apellidos para poder distinguirlos de alguna manera y poder tirarlos a la basura cuando apetezca, a toda esa gentuza sin ética vendidos al mejor postor, a los podridos que buscan las apariencias hechas de perfecto humo con la mierda ardiendo en la trastienda, a los vampiros del trabajo ajeno, a los maquilladores de realidades para su beneficio, a los impresentables que se reproducen creando mandos y manditos, cargos y carguitos, comisiones para estudiar sandeces; y todos para mamar de la teta esclava del grueso de la sociedad que es únicamente engranaje, tornillería del todo a cien.

Ya lo decía mi abuelo: “Cuanta puta y yo que viejo…”

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