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Almost Blue

Pablo de Santiago

Hay muy pocas cosas en este mundo tan evocadoras como la trompeta de Chet Baker. El sonido que sale de ella es tan suave como su voz, tan melodioso, tan romántico, que casi se convierte en ingenuo. A menudo no es un sonido triste, pero tampoco es alegre, y esa ‘Almost Blue’, esa melancolía tan típica suya ejemplifica el sonido del cool, un tipo de jazz un poco minimalista, sereno, como si en lugar de gritos fueran susurros lo que sale del corazón del músico. Escucharle tocar y cantar “My Funny Valentine” es sencillamente inolvidable. El cool nace en la West Coast de Estados Unidos, en la California soleada de los naranjeros y las grandes mansiones encaladas del alto Hollywood. Es la California de los sueños, el sol y la felicidad, pero también es la ciudad jungla de la que hablaba Jack Kerouac, la mega metrópoli inhóspita de las novelas negras del gran Dash y de sus alumnos aventajados Ray Chandler y James M. Cain. Pues bien, Chet Baker es el cool, y en su música y su vida se dan cita tanto esa luz cegadora de la costa como también las oscuridades y la corrupción angelinas.

Recientemente se ha estrenado en España Let’s Get Lost, un descarnado documental sobre el genial músico nacido en Oklahoma. Se trata de una película cinematográficamente muy impactante, tan seca al espíritu como un Dry Martini a la lengua, con una preciosa y contrastada fotografía en blanco y negro, obra de Jeff Preiss, y una dirección valiente y audaz de Bruce Weber, quien acompañó al artista en su última gira. El director arranca declaraciones estremecedoras a los familiares de Baker -madre, mujeres, hijos- para quien el trompetista parece un completo desconocido. Y además habla el propio Chet Baker, un tipo de trato y acceso difícil y que desde luego transmite una gran sensación de infelicidad. El espectador no puede sino sentir amargura ante lo que se le ofrece. Asombra pensar hasta dónde puede llegar el infierno en la vida de una persona que en la faceta creativa es considerado sin miramientos uno de los grandes maestros. Uno se pregunta qué es realmente triunfar, y qué es realmente lo que importa. Es un misterio cómo la belleza y la hediondez pueden llegar a subsistir en la misma persona.

Cuando empezó, el joven Chet Baker tenía un futuro tremendamente prometedor. Con veintitrés años tocó con el gran Charlie Parker -”cuidado con ese chico blanco”, dijo Bird a Miles y a Dizzy, advirtiéndoles del genio de Baker- y poco después formó junto con el saxo barítono Gerry Mulligan uno de los cuartetos de jazz más famosos de todos los tiempos. Una banda sin piano, que ofrecía música suave, rítmica e increíblemente distante del ‘bebop’ anterior, con unos músicos que se complementaban excelentemente y llenaban los temas de un swing flexible, nada violento. Pero los problemas de ego acabaron pronto con esa formación y poco a poco la fama y las drogas fueron acabando con Chet. Además, tenía un talento especial para encandilar a las chicas, pero muy poco temperamento para mantenerlas, para ser fiel. Y así, al final de su vida -en el film tenía 58 años, y le quedaba sólo uno para caer al vacío desde la ventana de un hotel de Amsterdam- se le ve viejo de cuerpo y espíritu. Un hombre completamente solo, convertido prematuramente en objeto de leyenda. Pero es que, ay, muy pocos en la historia del jazz han arrancado notas tan perturbadoras de un trozo de metal. Si algún día de este otoño sentimos que nuestra alma está insensible, fría, destemplada, no tenemos más que escuchar el “Tenderly” de la trompeta de Baker para volver a sentirnos vivos.
 

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