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Antonio Olano, y olé

Murió Antonio D. Olano. Noche de inocentes y mañana de bruma gallega. Es una putada que no supiera o no quisiera reciclarse. Dinamitó su propia leyenda hasta el punto de no poder publicar sus tres tomos de memorias por las que pasan lo más granado de la segunda mitad del siglo XX. No sé qué hará su sobrino el brasileiro con esos casi manuscritos, martilleados a máquina, y con su archivo fotográfico. Tiene pinta de terminar todo en el limbo de un trastero.

Antonio fue cronista, más que articulista o columnista, con un estilo rápido y desastrado, de batalla y teléfono desde el mismo meollo, un periodista de campo y pie en trinchera. Desde hace un par de años estaba jodido y casi no podía andar. Nuestra común amiga Lourdes le quería llevar a su huesero. Él le contestaba que el mejor médico que conocía era en realidad veterinario. De locos. La cosa es que se le empezaron a caer encima todos esos años que se quitaba en las solapas de los libros. Muerto su gato, todo fue a peor.

Mes y pico antes había publicado El niño que bombardeó París, que consideraba como un tráiler de sus memorias. Y ya andaba con el siguiente, titulado: A la mierda con Hemingway; al que le tenía manía enquistada desde aquel día en que el Nobel se plantó en el despacho de Enrique Romero, director del diario Pueblo, donde trabajaba por aquellas Antonio, para pedir su cabeza sin conseguirlo.

A su manera, Olano fue una especie de bartleby que se ha buscado la invisibilidad a base de cantarle loas a Franco hasta el aburrimiento y, en el fondo, por llevar la contraria –por lo mismo se declaraba nazi, para escandalizar. Algo parecido al Carlismo o las filias al fascismo mussoliniano de Valle-Inclán. Aún recuerdo el día en que, en la calle Hortaleza, les explicaba a unas jovencitas punkies que vendían un “fanzine de izquierdas” que, para él, de izquierdas era Blas Piñar. O cuando corrió el rumor de que yo era el bisnieto de Schubert, revolucionando un acto en el Centro Financiero de Colón donde le daban un premio taurino a Vargas Llosa y Ginés Liébana ejercía de bohemio terrible mientras Federico Trillo, copa en mano, despotricaba contra Moratinos y disertaba sobre Hamlet.

Ad latere. Comprando los periódicos para ver las necrológicas. La mejor es la de Alfredo Amestoy en El Mundo. Personal, sentida y al hilo del cachondeo de Olano, la de Ruíz Quintano en el ABC. Convencional y dentro de lo que se espera la de Luís Cepeda en El País, con su buena media página. Vergonzante la de La Razón con la típica nota de agencia mediocre que sólo firman con iniciales. Y tópica, pastelosa, y terminando en bobalicona la de La Gaceta.

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