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El golf

Jorge Bustos

El golf. Este verano he tenido mi primera experiencia con el golf. Le llevé los palos en un carrito eléctrico a mi tío a lo largo de los siete kilómetros de que constaba el recorrido por los dieciocho hoyos de aquel campo. Mi tío lleva diez años jugando al golf y dice que cada día juega peor, pero cada vez le gusta más. El golf en Inglaterra debe de ser una práctica perfectamente plausible y hasta más bien rutinaria, pero en España rápidamente se convierte en la enésima ampliación simbólica del campo de batalla de la última guerra civil. A los pobres, con toda la amarga envidia que la miseria conlleva, el golf les parece un deporte de ricos, elitista, caro e insolidario, que roba el agua a los sedientos por conservar verde y lozano el green. A quienes lo practican, en cambio, su afición les brinda una oportunidad periódica de renovar la dulce conciencia de pertenecer al selecto club de las almendritas saladas, o algo por el estilo.

Uno creía que el golf era un ejercicio de esnobismo y un divertimento de senectud. Pero la realidad tiene la virtud de derribar los prejuicios, y hoy pienso que el golf es posiblemente una de las cosas más importantes de la vida y sin la cual el hombre no podría vivir. Deberían obligar a todo el mundo a jugar al golf. Por espacio de unas cuatro horas, uno se ve transportado a un edén autónomo por cuyos claros campan las garzas y en cuyos estanques abrevan graciosamente las inquietas abubillas, y durante toda la tarde la única preocupación que tenemos es la de meter la bola en un agujero armados con un palo de diseño y empleando el menor número de golpes posible. Todo está perfectamente reglado. Existen gruesos manuales que establecen razonadamente la mejor postura para golpear la bola. ¿Hay algo más encantadoramente liviano e inane que jugar al golf? ¿Cuántos facinerosos no hallarían el camino de la reinserción si se pasaran el tiempo dando toques a una pelotita en paraje tan bucólico? Y de deporte de viejos, nada. Personalmente, acabé con un palizón notable en el cuerpo, y con el DNI en la mano no puede decirse que uno haya ingresado en el atardecer de la vida.

Me he dado cuenta de que el golf es un hito de la civilización occidental. Combina la mejor tradición de la jardinería inglesa, la convicción de que el hombre sólo encuentra su auténtica medida enmarcado en la naturaleza -la ciudad es un atraso por hipertrofia-, la camaradería respetuosa entre hombres que dirimen su competitividad y agresividad innata con un swing, la proliferación -en suma- de normas consensuadas para pasar el tiempo sin pelearnos y con ganas de repetir. No sólo dejan fumar sino que está bien visto. El silencio precede y sigue a cada golpe. Las interjecciones contribuyen al buen humor general. No verán un sucio hongo en toda la extensión del césped, que es de una uniformidad geométrica gratísima. En definitiva, lo tiene todo.

Cuando acaban las vacaciones y uno regresa de jugar al golf, se enfrenta a hechos ineluctables como que hay que llenar páginas de periódico, a Bebe le dan papeles en el cine, la ETA busca modos de atentar, programan Supermodelo 2007, en el PP le tienen miedo a Gallardón y en el PSOE ya no quedan socialistas. Umbral, el primero entre todos, ha muerto. Menos mal que ha vuelto el fútbol.

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