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Los caminos de Santiago

Víctor Vázquez

A pesar de la crisis, Madrid prepara sus vacaciones veraniegas: unos machacarán la autovía de Valencia o Andalucía, otros se irán de “todo incluido” a los cancunes rezando para que no surjan huracanes y tormentas tropicales; más que nada para evitar el follón de tener que reclamar por no estar previsto en programa. Ay, esos turistas…, que diría Dragó. Por último, una tercera prole se irá de peregrino a Santiago; y eso que hasta el año que viene no toca Xacobeo.

La picaresca lo alcanza todo, y proliferan desde hace tiempo las rutas alternativas: como los Xaobebo -ya lo bebo-, que sustituyen lo místico por lo etílico, de tasca en tasca, de pueblo en pueblo. Son pocos los que consiguen la particular compostelana: llegar al último es complicado a pesar de la buena preparación durante el año de algunos y la buena disposición de todos. Dos detalles importantes en la elección del recorrido son, por un lado, seguir la inclinación de las calles a favor de la ruta y, por otro, ir de los locales más baratos a los más caros -a los que llegan pocos-. Forman sus miembros una Santa Compaña del vino, uniformados todos ellos con la misma camiseta en la que va impresa la ruta y en la que se van mirando la próxima visita unos a otros con ojos alucinados en su particular borrachera.

Pero volvamos a la Ruta de Santiago, la de verdad, ¿quién la ha hecho antes del 93, año del primer Xacobeo mediático? En teoría, es una ruta de siglos, y si hago esta pregunta no es dudando de la respuesta. Los hay, pero son de otra pasta. Siempre se habla de la diferencia entre viajar y hacer turismo, la misma que existe entre imaginación y fantasía, allá cada uno con sus viajes de búsqueda -¿Acaso no lo son todos?-. Ese cursi “encontrarse a sí mismo” de gente que no comprende, sin embargo, el placer de viajar solo, esa amplificación receptiva, ese aumento de la capacidad de descubrir, de relacionarse, en definitiva, de vivir. El recorrer las propias rutas telúricas, como las llamaba Carolina, antigua compañera medio anarka con la que ya perdí el contacto, que un día no volvió de sus viajes y ahora vive en Cremona, según últimas noticias, trabajando de luthier en el taller donde se reparan y ajustan los Stradivarius. Su gran sueño.

El afán de clasificarlo y medirlo todo ha llegado al punto de hacer una tabla de equivalencias: tienes que andar cien kilómetros para alcanzar la “experiencia”, doscientos si es a caballo, que también es criatura de Dios. Así, te daremos, un papel con sellos que acreditarán que te has encontrado a ti mismo. Con el ansia de certificados, títulos y acreditaciones en este país, el negocio es redondo, pudiéndose montar rutas a la carta de todo tipo y para todos los gustos (ojo el negociante): rutas por los faros de la Costa da Morte, por las estatuas de Franco, peregrinajes por plazas taurinas, donde por cada corrida te den un punto y cuando llegues a cien, te visten luces, te hacen una foto -imprescindible- y te nombran matador honorario, visitas en autobús a Nimes para convalidar el título en plaza extranjera… Las posibilidades son infinitas. ¿Crisis?, ánimo emprendedores, que éstas son las gilipolleces que les encantan a los nuevo ricos para aflojar la gallina.

http://barboletta.blogspot.es
 

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