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Los curas drogatas del ébola

Miguel Pajares y Manuel García Viejo son los religiosos de la Orden de San Juan de Dios que han fallecido en España a causa del virus del ébola. El primero en agosto y el segundo en septiembre. El primero con gran aparataje de medios de comunicación, el segundo de forma más discreta. Ambos contrajeron la enfermedad en Sierra Leona, ambos lo hicieron mientras atendían a enfermos paupérrimos en el último rincón del mundo, enfermos de los que quizá muchos se alejarían con cara de asco. Murieron destrozados por el virus y sus cuerpos debieron ser incinerados.

Lo que quizá no sepan los lectores es que tanto Pajares como García Viejo consumían droga fuerte para poder aguantar tanta presión durante tanto tiempo –más de 30 años- en lugares inhóspitos del continente africano. Es lógico que lo hicieran, ya que si no fuera así resultaría imposible realizar ese trabajo inmenso, sin apenas nada en el zurrón y rodeados de miseria.

Estos religiosos estaban enganchados, llevaban muchos años, pero cada vez su dependencia de la sustancia era mucho mayor; la buscaban desesperadamente cada día. De hecho, la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios está perfectamente engrasada para estos menesteres –que nadie se llame a engaño-, y forma a sus huestes para que aguanten como sea los chutes que son necesarios para ir adelante en semejante camino. Todo se orquesta para que el tráfico de la droga vaya de hermano a hermano sin sospechas especiales.

Su adicción se convirtió en enfermedad crónica, hasta la muerte, aunque se había desarrollado de forma paulatina en ambos casos. Suele ser así con los religiosos, al principio prueban un poco y luego no hay quien les saque de ahí. Sus vidas llegan a ser droga pura, su conducta plagada de hábitos compulsivos. Se dice que la Madre Teresa de Calcuta esnifaba esta droga a cada paso que daba, para muchos era insoportable.

Sin embargo, hay una diferencia entre la droga que consumían a diario Manuel y Miguel y las clásicas heroína o cocaína. Estas hacen perder el control sobre uno mismo, pero la suya es fortísima y produce lo contrario, un autocontrol indestructible, que precisamente hace posible seguir consumiendo hasta morir. Este comportamiento adictivo se convirtió en su vida, y parece que les producía de continuo sentimientos enormes de bienestar y gratificación.

Eran esclavos de la droga del amor, que está compuesta por ingredientes altamente tóxicos: afán de darse al otro sin esperar nada a cambio; entrega de cuerpo y alma a quienes nada esperan del mundo; capacidad de sufrir hasta el límite de las fuerzas por arrancar una sonrisa del corazón del prójimo.

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