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Revolviendo en el cubil

Tarde de sol y frío. Tarde de domingo recortando y leyendo artículos del fardo de prensa que he pescado del contenedor de reciclado como un traperillo de venta al peso, y que confirman las sensaciones que me picotean insistentemente desde hace semanas respecto a El Mundo al trastear de corrido una docena de ejemplares.

Ha habido un cambio respecto a las columnas de opinión que, creo, dirige ahora Lucía Méndez, quizá la más afinada analista política del periódico. No sé si viene por su parte o por la de García-Abadillo; pero el cambio es evidente, perdiéndose una de las señas de identidad del periódico como eran todos esos artículos con estilo y literarios disparado en todas direcciones, incluso encontradas; subjetivos y más libres, evitando las aproximaciones obvias y el relato gris meramente informativo.
 
Se han reducido los artículos de los escritores de columnas, dignas de ser recortadas, y han aumentado los sosos artículos editados como opinión. Serán manías mías pero lo que es una realidad reveladora es el fichaje de Esperanza Aguirre –la condesa-chica Telva de la Comunidad de Madrid, así bautizada por Umbral– como columnista de opinión, lo que supondrá espumillón y ventas para el periódico; y para mí un error aparte de la grima comparativa respeto a la retranca de Jabois, la lírica combativa y luminosa de Lucas, los brotes bruscos y melancólicos de Cuartango, al sólido y afilado Enric González, al gran retorcido y tocapelotas –en el buen sentido y a pesar de estar en contra de la literatura en el periodismo- Arcadi Espada, al chispazo irreverente de Rigalt, al más clásico y memoriado Ansón, al príncipe del lumpen e informador de todos esos grandes e imprescindibles libros menores, Villena; al maestro Raúl
 
Deberían los periódicos mantener a los políticos a una espada de distancia, y si a Aguirre le ha entrado ahora el amor por el periodismo que le den columna, pero porque escriba como Dios y que por favor trate de evitar la política o al final sonará todo a propaganda.
 
Ad latere. Ha muerto José Luís Alvite, columnista literario y cantor de sórdidas bellezas que, nunca entendí la conexión, publicaba en La Razón. Tampoco entiendo su invisibilidad. A nadie parecía interesar.
 
Cada vez que él disparaba su alma del nueve largo y yo la leía, era como hacerlo en el Savoy aún cuando estuviera en un bar cualquiera, siempre mucho peor. Me sabía ya la boca a tabaco a mitad de columna, chorreaba desde mis orejas una especie de jazz con su tinta oscura e imaginaba las caras de todas esas putas buenas con la ética de Jesucristo: grandes mujeres con la vida dada la vuelta y el humo en la piel. Acababa el café, salía a la calle y me entraba ese escalofrío como de estar destemplado cuando de madrugada regresas a casa y no sabes si le has ganado un día a la vida o lo has perdido.
 
Alvite era un perdedor cotidiano (trabajaba en un banco) y un perdedor vocacional –porque los perdedores son más interesantes- que volcaba literariamente su sangre a golpe de whisky y liguero en sus columnas hechas de novela negra. Ha muerto de un doble cáncer, como si uno no fuera suficiente. Excesivo, como sus columnas.
 
Y sí, han asistido algunas personas a su entierro, a pesar de que en el funeral no se sorteará a su viuda o su coche.

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