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Madrileños por el mundo: Pedro Páez, descubridor de las fuentes del Nilo Azul

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El mayor pecado de los españoles no es la envidia, sino el olvido. En 2014, se cumplió sin pena ni gloria el 450 aniversario del nacimiento de un madrileño universal, el jesuita Pedro Páez, que entre otras proezas fue el primer europeo en descubrir y documentar las fuentes del Nilo Azul, en Etiopía, en 1.618, nada menos que 152 años antes de que la historiografía oficial anglosajona le atribuyera tal mérito al escocés James Bruce de Kinnaird. La edición ahora, por primera vez en español –en portugués se editó en 1.945- de su Historia de Etiopía trata de paliar tan injusto olvido de este compatriota ejemplar, evangelizador de emperadores etíopes y primer europeo en probar el café.

Pedro Páez Jaramillo nació en la localidad madrileña de Olmeda de las Fuentes –antiguamente Olmeda de las Cebollas-, en 1.564. Estudió en el colegio de los jesuitas, en Belmonte (Cuenca), donde conoció a su profesor y amigo, el teólogo navarro Tomás de Ituren, y luego en la Universidad de Alcalá de Henares.
Despertada su vocación misionera, que deseaba desarrollar en Etiopía, estuvo antes un tiempo estudiando en la Universidad de Coimbra. Conviene recordar que en aquel tiempo, España y Portugal estaban unificados bajo la corona de Felipe II. Desde Coimbra partió a Goa (entonces colonia portuguesa en la India), en 1.585.
 
En Goa permaneció un año, en el Colegio de S. Paulo. Allí trabó amistad con el también jesuita Antonio de Montserrat y ambos deciden partir a Etiopía, para reforzar el escaso grupo de misioneros que trataban de evangelizar aquel reino. De hecho, de los cinco misioneros originales, dos habían muerto. En Diu (India, también colonia portuguesa) no encuentran barco que les lleve, por lo que deciden zarpar hacia Mascate (Omán, bajo dominio luso desde 1.508), pero son engañados por un comerciante local. El resultado es que al poco de partir, los dos jesuitas son hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Los siguientes siete años transcurren con múltiples penalidades, primero como galeotes de la armada turca, luego encadenados, caminando por lo que hoy es Yemen y Arabia Saudí, por los desiertos de Hadramaul y el de Rub a-Jali, tierras de desolación de las que nadie había oído hablar en Occidente y que tardaría mucho tiempo en volver a pisar ningún otro europeo.
 
El Rey Felipe II, que además de buenos exploradores tenía magníficos espías por todo el orbe, tuvo noticia de su cautiverio y ordenó su rescate, tras lo cual, los dos jesuitas recalan de nuevo en Goa, pero Antonio de Montserrat, quebrantado por tantos sufrimientos muere al poco tiempo.
 
Sin embargo, Pedro Páez no se desanima y retoma su ilusión de marchar a Etiopía, a cristianizar aquel reino, donde se profesaba la religión copta ortodoxa. Por fin llega a tierras etíopes, en concreto a Massawa, y de ahí pasa a Fremona, donde se encontraba la misión jesuita. Allí, el rey le ofrece una bebida, originaria de aquella región, siendo así Páez el primer europeo en probar el café y dar testimonio sobre esta infusión.
 
Pedro Páez era un religioso muy instruido y con don de lenguas que, además del español, el árabe, el turco y el latín, dominaba el amárico, propio de Etiopía, único país de África que contaba con lengua escrita, y otro idioma de esa zona, el ge’ez, un idioma antiguo al igual que el latín. Era corriente que los misioneros adquirieran el aprendizaje de las lenguas de las poblaciones nativas, para poder transmitir mejor el mensaje de Cristo. Y así fue, sus conocimientos de amárico y ge’ez, permitieron a Páez entenderse con el Emperador de Etiopía Za Dengel, a quien logró convertir al catolicismo.
 
Sin embargo, Páez aconsejó con prudencia que no hiciera pública su conversión con excesiva rapidez. El consejo no fue atendido y el Emperador dictó en seguida medidas para cambiar la observancia del Sabbath. Estas medidas desencadenaron una guerra civil, que el jesuita español observó desde su misión, y que terminó con la muerte del Emperador.
 
Páez se ganó, gracias a su prudencia y sabios consejos, la confianza del sustituto en el trono, Susinios Segued III, coronado en 1.607, quien concedió al jesuita tierras para una nueva iglesia en la Península de Gorgor, al norte del lago Tana. El nuevo emperador también abrazó el catolicismo.
 
A sus múltiples virtudes como evangelizador, prudente consejero de emperadores –pese a lo cual fue hombre de gran humildad-, constructor de palacios platerescos… suma una obra: Historia de Etiopía, escrita en 1.620. Una obra de cuatro tomos, con información fidedigna, que contrastaba con diversas fuentes, si no lo veía con sus propios ojos, algo inusual entonces, como un auténtico pionero del mejor periodismo. De hecho, uno de sus afanes confesados era refutar una obra de un franciscano que había leído y en la que se mentaban unicornios y otras fantasías referidas al reino etíope. En esta obra geográfica y científica de gran nivel, se recogen las afectuosas cartas que enviaba el Rey Felipe II al emperador etíope y en las que le pedía que dispensara el mejor trato a los misioneros que habían convertido un reino al catolicismo.
 
Páez concluía su magna obra afirmando “Y confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el Rey Ciro y su hijo Cambises, el gran Alejandro y el famoso Julio César”. La obra se copió, conservándose un ejemplar en el Vaticano y otro en la Universidad de Braga, siendo ésta el original de la primera edición portuguesa, de 1.945. Asimismo, tradujo el catecismo al ge’ezm, y se le atribuye el Tratado De Abyssinorum erroribus.
 
El misionero jesuita español Pedro Páez vio concluir sus días, el 25 de mayo de 1.622, en Gorgor, en las tierras etíopes que conocieron su tarea evangelizadora. Sus restos se conservan en las ruinas del palacio de esa localidad.

 

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