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El mosquito que alteró la historia

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Hernando de Soto es uno de los nombres señeros de la historia de España en América. Noble, de recta intención, reputado como el mejor jinete del Nuevo Mundo, había nacido en el año de 1500 en Jerez de los Caballeros, Badajoz, cuna también de otro grande, Núñez de Balboa. Era uno de los capitanes que habían participado a las órdenes de Pizarro en la famosa jornada de Cajamarca, cuando en el pasmoso lapso de treinta minutos sucumbió el poderosísimo Imperio inca, que señoreaba con mano de hierro el territorio de América del Sur. Del botín obtenido regresó a España inmensamente rico, casó con doña Isabel de Bobadilla, y podía haberse retirado en calidad de acomodado terrateniente. Era rico, sí, pero quería para sí una parte de la gloria ganada por otros extremeños, y eso le llevó a cambiar la comodidad por la aventura y el sufrimiento.
  Logró de la Corona licencia para explorar y colonizar el territorio de lo que hoy son los Estados Unidos, tierras casi inéditas para los españoles. Recibió el título de Adelantado de La Florida, una región que comprendía entonces casi todo el Este de los Estados Unidos, y a sus expensas montó una brillante y nutrida expedición que prometía nuevos dominios, oro e indios para instruir y evangelizar (for God, Gold and Glory, como apuntan los relatos norteamericanos).

Pero las cosas discurrieron de modo muy distinto al imaginado. Desembarcaron en Tampa, Florida, y comenzó la exploración. Mas en lugar de tierras abiertas donde fuera fácil la penetración, lo que ofrecía aquel paisaje eran espesos bosques, insalvables ciénagas y ríos imposibles; en vez de indios amistosos, donde hubiera sido posible aplicar los planes evangelizadores, tribus sumamente agresivas, que atacaban a los españoles o les confundían y los guiaban a emboscadas, arruinando una y otra vez tanto las nobles intenciones del capitán hacia ellos, como las estrictas instrucciones recibidas de la Corona sobra el buen trato; y en cuanto a oro o plata, ni rastro, para desconsuelo de las huestes, que habían salido de España en busca de una vida preferible a la que arrastraban en las cicateras tierras castellanas.

No obstante, De Soto perseveró durante tres años, progresando por aquellas florestas infestadas de pantanos e insectos, y hostigados de continuo por los indios. La suya fue una increíble jornada de tenacidad y valor, que incluyó episodios como el contacto con el Misisipi, el Padre de las Aguas. De Soto, al cabo de esos años de penalidades decidió que ya era tiempo de regresar y marcó los puntos donde nuevas remesas de españoles debían fundar ciudades, sembrar la tierra y asentar la definitiva colonización en catorce de los estados de los actuales Estados Unidos, casi todo el territorio al este del Misisipi.

Y las cosas hubieran discurrido de esa manera, de no mediar un mosquito portador del paludismo, que picó a De Soto y le transmitió la enfermedad. A los pocos días se sintió aquejado de fiebres, que fueron a más, hasta que tras despedirse de sus fieles hombres uno por uno, falleció al borde del gran río.

    Entierro de Hernando de Soto en el Misisipi
 
  La incertidumbre cundió entre los hombres. Tuvieron que sepultar el cadáver de don Hernando en el Misisipi, sabedores de que los indios, que barruntaban a distancia la enfermedad del Adelantado aunque le consideraban inmortal, hubieran profanado su cuerpo y recobrado el valor para ultimar a unos españoles sin su valeroso jefe.

El desánimo se apoderó del campamento español. El sucesor del capitán, Luis de Moscoso, decidió el regreso río abajo, que fue dramático por la persecución de los nativos, que no querían dejar vivo a un solo hombre. Al fin lograron volver a México, y los planes de colonización quedaron arrumbados.
  De no haber muerto el Adelantado, con su tenacidad habitual hubiera logrado que los planes se ejecutaran. Sucesivos contingentes de españoles hubiéranse asentado en la región, fundando pueblos, recibiendo concesiones de tierras, y extendiendo a partir del norte de México el dominio español, como un territorio más del imperio hispano.

Pero no ocurrió así, y la historia sufrió un brusco cambio de rumbo. Porque esa presencia española hubiera impedido el arribo, años después, de una embarcación procedente de Inglaterra, que instaló a los primeros colonos ingleses en la costa atlántica, el embrión de la pujante colonización anglosajona y de los futuros Estados Unidos. España era sumamente celosa de su soberanía, que extendía nominalmente a la totalidad de América del Norte, e incluso cuando desembarcó aquella pionera expedición inglesa, envió desde San Agustín un pequeño destacamento para expulsar a los recién llegados, pero el intento fue demasiado tímido como para impedirlo. Otra cosa hubiera sido de haber estado los españoles masivamente instalados en la tierra. Como había ocurrido en otras partes del Imperio, los invasores hubieran sido expulsados sin contemplaciones.

Siempre es atractivo, aunque aventurado, conjeturar s1ºobre la historia que pudo ser. Pero en este caso, sin lugar a dudas hay que admitir que aquel inoportuno mosquito tuvo un papel protagonista en los sucesos posteriores. La historia de América del Nortel, la historia del mundo occidental, hubieran sido harto distintas de no haberse deslizado en ella el mosquito causante de la muerte del Adelantado.

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