Agua, pigmento y papel. La acuarela es, tras el dibujo, la técnica pictórica más manejable, la más austera por su economía de medios y, por lo mismo, una de las que requiere una técnica más depurada para hacer brotar formas y colores de la superficie en blanco. La acuarela ha tenido que luchar siempre contra el prejuicio de arte para aficionados, sin reparar en que gigantes como Durero o Turner, entre otros, la elevaron a los altares de la pintura universal con mayúsculas.
Lo sabe José Antonio Aparicio –Japa-, acuarelista por opción y vocación, y sin duda lo saben quienes contemplan sus obras, rendidas al clasicismo sólo en apariencia. Bajo sus paisajes académicos del Madrid histórico o sus estampas de los bosques segovianos late un pulso tenue pero firme; los desconchones de la pared hablan de las heridas del tiempo, y el musgo de los troncos secos del ciclo de la vida.