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Delitos de cuello blanco y azul

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En 1939 el sociólogo Edwin H. Sutherland presentó en Filadelfia su teoría del ‘Delito de cuello blanco’ que revolucionó la criminología del momento. Hasta entonces, todavía seguía vigente la idea lombrosiana de que el delincuente era, por lo general, de clase baja, inculto, agresivo, y antisocial. Lo que reveló, básicamente, es que en sociedad capitalista, consolidada ya tras la prueba de fuego del crack del 29, también se daban delitos cometidos por personas de elevada condición económica.

Sutherland siguió investigando y también distinguió otra variedad de camisas y, por tanto, de delincuencia, la de ‘cuello azul’, cuyos autores no siempre son de clase privilegiada, sino profesionales liberales, administrativos, funcionarios, abogados, constructores, comerciantes o incluso fontaneros. Con esta denominación aludía a hechos fraudulentos cometidos por estos profesionales gracias a su puesto: fraude a Hacienda, corruptelas, contrabando, etc. 

Este tipo de delitos durante décadas no han sido casi perseguidos en España. Hasta la consolidación democracia los comportamientos corruptos de los poderosos no eran visibles por la censura periodística y se resolvían, si lo hacían, de forma interna. Además, el Estado y los partidos siempre han intentado tapar las vergüenzas propias mientras airean las ajenas por propia supervivencia. Hasta hace bien poco los políticos esgrimían –y algunos lo siguen entendiendo hoy así– que se trata de ‘garbanzos negros’ y que es “inherente al poder”.

Eso en cuanto a los delitos de cuello blanco, porque con los de cuello azul sucede similar. Una parte de la sociedad ve normal que una pyme intente pagar menos impuestos de los que debería o que un profesional sortee la ley para lograr mayor recompensa. “Si lo hacen los de arriba, ¿por qué no lo voy a hacer yo?”, es el ejemplo que ponen, minusvalorando así el concepto de ‘res pública’ en la que se basa una sociedad democrática. 

Pero cada vez más personas comprenden la enorme trascendencia social de la delincuencia de cuello blanco, no sólo por la falta de confianza en un sistema que precisamente debería ser ejemplar y proteger al débil, sino porque en que muchas veces ese dinero se defrauda o se roba a las arcas públicas. Y, eso, en último término, afecta a la calidad de los servicios públicos, y más en un periodo de crisis y recortes como el actual. Por todo ello, debemos evitar minimizar la corrupción, concederle la alarma social que se merece, dejar de admirar estos comportamientos y exigir a la Justicia, partidos y diputados que actúen con contundencia.

En los últimos años parece que algo ha cambiado al respecto, pero no deja de ser una ilusión nacida al albur de la nueva política. Algo estamos haciendo mal como sociedad cuando una funcionaria como Ana Garrido, que fue quien destapó lo que luego se convertiría en la trama Gürtel, haya perdido por este motivo su casa y trabajo, además de sufrir amenazas y denuncias; en vez de recibir un reconocimiento por su valentía y tesón. Y cuando los casos de corrupción la mayoría de las veces terminan en un punto cero donde nada más se puede probar.

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