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En el nombre del fútbol

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En el siglo XXI pocos son los rincones que quedan en las sociedades democráticas donde puedan esconderse y actuar impunemente los violentos. Ya no existe justas ni circos romanos ni martirios consentidos. No es que nos hayamos vuelto de pronto pacíficos y pusilánimes. Nuevas formas de inoculación de la violencia como algunos videojuegos y otras atávicas como el boxeo y algunos espectáculos taurinos siguen exacerbando los instintos más agresivos.

Pero es el fútbol donde se refugian hoy, por excelencia, muchos elementos violentos. Por supuesto, la inmensa mayoría de los aficionados al fútbol –y a los videojuegos, toros y boxeo– son gente pacífica. Los casos de agresiones en estos ámbitos son escasos. No obstante, hechos como los ocurridos en los aledaños del Calderón, donde murió un hincha golpeado y tirado al río por otros, hacen recordar el lado más oscuro de este deporte llamado fútbol.

Muchas personas violentas e incluso sádicas nutren cada año sus hinchadas más radicales. Y lo hacen porque sus comportamientos, cánticos y actuaciones en la grada no son rechazados por la ciudadanía, e incluso son apoyados por algunos clubes. Son “esos chicos que tanto animan”. Pero es un error que ya vivimos con la ‘kale borroka’. Cría cuervos y te sacarán los ojos. 

Y mientras no nos dábamos cuenta, esos ‘chicos’ se organizaban, hacían negocio y buscaban enemigos. Porque todo radical necesita a un enemigo. Y ahí es donde entra en juego la ideología. Amenazar de muerte o incluso agredir al vecino por llevar distintos colores es pueril y ridículo. Y lo saben. Imprimirle una lucha política ha sido su mejor excusa para continuar con la macabra fiesta.

Pero incluso así, la ira, la frustración o el odio hacia el diferente que traen de casa o aprenden en estas facciones ultras no suele funcionar si la persona violenta actúa sola. Necesita al rebaño. Dentro pierde su individualidad y se transforma en un arma colectiva, perpetrando cosas que jamás haría. Es lo que en criminología se conoce como ‘el poder de la masa’. Las masas funcionan por sugestión y contagio afectivo, lo que hace a la persona más irracional e impulsiva. Es decir, se convierte en autómata a merced de lo que sucede en el grupo. 

Es algo ya muy estudiado. Los individuos en la masa son anónimos y pierden el sentido de su responsabilidad. Ese contacto le da un sentimiento de omnipotencia que reduce las inhibiciones, aumenta los instintos y es más fácilmente hipnotizable por los líderes, tanto para lo bueno como para lo malo.

Quizá ahora entendemos mejor por qué, en el nombre del fútbol, decenas de hinchas de dos equipos y con una cierta edad quedaron para pegarse a las 9 de la mañana de un domingo en la ribera del Manzanares. Con la de alternativas que tenían en Madrid para pasar un rato agradable. Una pena que no debemos dejar que se repita.

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