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La misteriosa Dama azul

Por asombroso que parezcan, los hechos son reales. Al menos, nunca pudieron ser desmentidos. El escenario, el suroeste de los Estados Unidos, territorio de soberanía española en el siglo XVII. Los franciscanos avanzan predicando a los indios y fundando misiones que lleven la religión y la cultura occidental a los nativos. Una de las veces, para sorpresa de los frailes, tras escuchar las prédicas, los indios contestan que esas palabras ya las han oído, de labios de una mujer vestida con una túnica azul.

Los misioneros no dieron crédito a lo oído. Pero el hecho comenzó a repetirse, a medida que progresaban en unas tierras inéditas para el hombre blanco: los indios aseguraban una y otra vez que una dama ataviada con un manto azul ya les había visitado e instruido sobre el cristianismo, hasta el punto de que se encontraban dispuestos a recibir el bautismo. 

La noticia llegó a oídos del superior de la orden franciscana en Nuevo México, fray Alonso de Benavides, quien tampoco en un principio le otorgó crédito, pero personalmente acudió a alguna de estas tribus, donde le confirmaron la noticia de las visitas de la misteriosa dama. Y su sorpresa fue mayúscula cuando en una de ellas le proporcionaron incluso el nombre de la presunta visitante. Decía llamarse Sor María, y proceder de un remoto pueblo llamado Agreda. 

El fraile se tomó en serio el asunto. Convencido de que los indios no podían inventarse las cosas, se trasladó a España y viajó hasta el pueblecito de Agreda, en la provincia de Soria, donde radicaba un convento de monjas concepcionistas. Pidió entrevistarse con la superiora, quien para su sorpresa resultó llamarse María, y era una mujer joven y agraciada. Con pocos preámbulos le dio cuenta del motivo de su visita: según relataban los misioneros, los indios de las planicies americanas aseguraban que una mujer revestida con una túnica azul había estado predicando a los nativos. No solo eso, sino que ya estaban preparados para recibir el bautismo que les había anunciado la misteriosa mujer.

Para nueva sorpresa de Benavides, la mujer le aclaró que se trataba de ella misma: en efecto, dijo que “transportada por los ángeles”, llevaba años trasladándose a esas regiones y predicando el Evangelio entre los indígenas, para desbrozar el camino a los religiosos que vendrían después.

Era un extraordinario fenómeno de bilocación, en el que intervino ya formalmente la Iglesia. La Inquisición tomó cartas en el asunto. Abrió causa, e interrogó varias veces a sor María, quien bajo juramento no se apartó un ápice de lo dicho: Había viajado unas quinientas veces a las tierras de Nuevo México, Tejas y Arizona, a veces hasta dos veces al día, y no se limitó a describir con toda precisión la naturaleza de aquellas llanuras, sino que refirió las costumbres de los nativos que las habitaban, e incluso citó los nombres de muchos de ellos, para desconcierto de los pesquisidores, que comprobaron la veracidad de sus palabras.

El hecho causó gran revuelo, tanto en los territorios al norte del Río Grande como en España. El Vaticano abrió su propia causa, y hubo detractores y defensores del prodigio. Pero lo cierto era que la superiora sor María de Agreda jamás había abandonado el convento, y por otra parte era innegable que parecía haber estado innumerables veces en aquellos territorios, predicando la palabra de Dios y allanando el terreno espiritual a los franciscanos que llegaron luego.

Cuatrocientos años después de todo aquello, el misterio sigue sin resolverse. La temible Inquisición se vio obligada a absolver a sor María y a archivar la causa, ante lo irrefutable de los hechos: separados por 9.000 km. de distancia, los indios conocían inexplicablemente a la abadesa, y esta, sin salir del claustro sabía muchas cosas de los indios. Y en cuanto al Vaticano nunca cerró su causa, que sigue abierta. El hecho, digno de un guión cinematográfico, fue llevado a la novela, y el estado de Nuevo México y el pueblo de Agreda se hermanaron oficialmente en 2008 en memoria de estos hechos sobrenaturales.

En 1673 se inició el proceso de beatificación de María de Agreda, y fue declarada venerable por Clemente X. Hoy, el cuerpo de sor María se conserva incorrupto en el convento del que fue abadesa. Con él reposa el misterio de una de las más asombrosas historias de bilocación que conserva la Iglesia.  

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