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Los okupas rumanos invaden los restaurantes abandonados de la Casa de Campo

Según ABC.es,el esplendor que otrora caracterizó al denominado Paseo de la Restauración, encuentro de personalidades políticas y amantes de la gastronomía, ha mutado en un panorama desolador, antagónico. La realidad en este punto de la Casa de Campo ha sepultado cualquier signo del prestigio pasado. Una sombra plomiza y creciente representada con «okupas», montañas de basura, inseguridad y abandono.
 
Apenas unos metros desde la entrada de Puerta de Ángel bastan para confirmar el deterioro que vive la zona, olvidada y cada vez más deshabitada a excepción de las mafias de rumanos gitanos que se han apoderado de los locales cerrados, como Currito o Guipuzcoa, ignorando el cordón policial. Un precinto que incluso está escrito en rumano y que fue colocado hace unos meses, cuando ya fueron expulsados.
 
El restaurante Currito, clausurado a finales de 2014 por no poder afrontar el alquiler, bajo titularidad municipal, refleja a la perfección lo que un día fue el entorno y en lo que la desidia lo ha convertido. Con la fachada de un típico caserío vasco, montañas de hojas y suciedad invaden su terraza, todavía con sombrillas, mesas y algunos objetos, como una bandeja o una panera. Su apariencia, como preparada para la visita de unos clientes que nunca volverán, casi fantasmal, no ha hecho sino motivar a sus nuevos inquilinos, seguros de que lo que fue un templo gastronómico es ahora su cortijo, bajo sus normas. Paralelamente, en el también «okupado» Guipuzcoa, la vida de los «okupas» rumanos denota una relajación pasmosa. A plena luz, varios de sus ocupantes están sentados en lo que fue el jardín del restaurante, fumando un cigarrillo, ante la impotencia de los viandantes.
 

De día, no obstante, no es tan común verlos como por la noche. Contados por decenas, se trata de los mendigos usados por las mafias para pedir en los semáforos. De hecho, un trabajador de un establecimiento anexo asegura que dos de ellos se sitúan a diario cerca de su casa. Carlos –nombre ficticio– explica a ABC cómo al final de cada jornada vuelven y saltan la valla con toda tranquilidad. 

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