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Lago Titicaca

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Podría decirse que hay dos tipos de lugares en el mundo. Unos, los que visitas y dices:
“Bien, ya lo he pisado y no creo que vuelva”. Otros son los que mientras más los conoces, más te apetece volver de nuevo. Especialmente, si en ellos encuentras el hechizo del pasado y una profunda placidez difícil de experimentar en tu entorno cotidiano. El  lago Titicaca posee ambos privilegios. ¿Quién no se dejaría seducir por el exotismo de este lugar donde viajar al pasado no es ningún fruto de la imaginación?

Ubicado en el centro de la cordillera de los Andes, el lago Titicaca es compartido por Perú y Bolivia casi a partes iguales. Para ambos países significa una excelente vía de comunicación. Desde la ciudad peruana de Puno se puede realizar la travesía longitudinal del lago, hasta alcanzar el puerto de Guaqui (Bolivia). Pero si elegimos La Paz como punto de partida, tendremos la oportunidad de recorrer buena parte del altiplano boliviano, con sus extensas y verdosas praderas, siempre bajo la mirada del punto preeminente del país: el monte Illampu (6.700 m.). La meseta es una zona de intenso pastoreo donde pace gran número de camélidos, entre los que destacan las típicas llamas. Bien adaptadas éstas a las grandes alturas, rinden muy útiles servicios para el transporte de pequeñas cargas, ¡aunque hay que preservarse de sus repentinos enojos escupidores!

Regreso al pasado
Tan pronto como el viajero se asoma al lago más alto del mundo (3.900 m.) y el mayor de América del Sur (8.000 Km.2), le invade la sensación de introducirse en el túnel del tiempo. Una sensación que ya no le abandonará hasta que se aleje definitivamente de él.  Es como un regreso a la vida lacustre.  Un paseo por sus aguas en balsa de totora, ya le permite vislumbrar el “pueblo de los juncos”, la raza más antigua, que se remonta a la edad de piedra y que fue cuna de la civilización inca. Desde ahí se propagaron las culturas incaicas, como lo atestiguan sus ruinas como los templos y palacios de las islas de Coati o del Sol.  La estructura étnica de la zona es bastante compleja. En la actualidad, y desde tiempos remotos, las orillas del lago Titcaca se encuentran ocupadas por los indios aimaras, de baja estatura, introvertidos, y muy trabajadores. Estos indígenas conservan antiguas costumbres típicas de su época prehistórica, los vestidos de antaño, y los métodos primitivos de cultivo. La población aimara siembra, sin necesidad de riego, hasta las primeras estribaciones de los montes, cereales, legumbres, maíz y coca, estimulante éste indispensable para los nativos. Su masticación les permite una perfecta adaptación a las extremas altitudes en las que vive, así como evitar el cansancio de sus duras tareas y conservar una sana y blanquísima dentadura. Los aimaras conocen, desde hace miles de años,  la cerámica,  las técnicas para  trabajar el oro, la plata y el bronce, y el arte de tejer. Como en las orillas del lago no crecen los árboles, la carencia de la madera ha obligado a los indios a construir, desde tiempo inmemorial, sus típicas barcas, de totora, una planta que crece a orillas del lago. Con estas balsas, ligeras y frágiles, se aventuran a adentrarse en sus  aguas, dulces, y transparentes. Uno de los destinos de la travesía es, entre otros, la Isla del Sol, la principal del lago. Se arriba a un embarcadero cercano a ella y desde éste el viajero es trasladado a bordo de una gran barcaza de totora que le conduce hasta la orilla insular. La ilusión de pisar esta isla pronto se torna en entusiasmo cuando descubre que sus habitantes viven, efectivamente, como lo hacían sus antepasados hace miles de años. El primitivo mundo indígena cobra de nuevo vida  y es fácil que uno se sienta un poco intruso entre ellos. ¡Te dan ganas de andar de puntillas para no molestarles!.

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