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Esperanza Spalding

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Veranos de la Villa. Circo Price. 21:30. Sale Esperanza Spalding como una bella pantera amarrada a un bajo que suena fácil y rotundo en sus manos llenas de funky. Ya en el segundo tema se acopla al contrabajo, que abandona demasiado a menudo: un instrumento muy físico, de sonido áspero y, normalmente, de armonías en la sombra que ella complementa con la frescura de una voz arenosa en los graves y brillante en los agudos con la que va siguiendo los fraseos como un instrumento más, buscando siempre la expresividad y la comunicación armónica

Le acompañan, de salida, todo un bandorrio: once músicos a tope de metales soplando sus brillantes tuberías barrocas y explosionando por momentos como una turbina pasada de vueltas pero sin llegar a romper.

Ha salido Spalding con un “Buenas noches” con acento portugués y la curiosidad intacta: sigue viendo la música como un camino y el aprendizaje como algo mágico a pesar de ser consciente de su dureza y de lo inalcanzable de la meta. Es consciente, también, de todo lo que flota en la superficie del mundillo de la música, y de que mantener la coherencia y el equilibrio artístico es complicado, sobre todo, si se tiene una imagen tan potente como la de ella. No nos engañemos, ésta por si sola es una clave errónea.

El concierto visto tras sus últimas espumas ha sido demasiado redondo. Esperanza ha tocado demasiados palos sin morder ninguno, sin alcanzar las aristas que dan los proyectos sin concesiones y radicales contra sí mismos, egoístas y guardianes de su propia esencia. Está claro que dejando fusiones de lado y dedicándose a tocar escondida detrás de ese armario con cuatro cuerdas que es el contrabajo, con un formato clásico en trío, acompañada de piano y batería, sería igualmente adorada pero por ángeles de otro plumaje. Llenaría una semana ese templo que es el Café Central pero, ay, no accedería a ese escalón superior en aforo que supone este tipo de festivales.

Ad latere. Pongo el oído al salir y escucho que el principio del concierto se ha hecho duro y cuesta arriba para ir encandilando. Y es que a la gente le va siempre lo más asequible, lo que más fácilmente reconoce; vamos, lo más alejado del jazz en un concierto de jazz. No digamos –no ha sido el caso- si se cae en lo decorativo o en los fuegos artificiales. Les rompe y le jode como oyentes cuando escasea la melodía, los cortes bruscos, las armonías rasgadas o el abandonar el cuatro por cuatro. Pregunta al aire: Cuántos de los paletos de los cojones que estaban mandando guasaps y haciendo fotografías con su mierda de móvil en el concierto pagarían la mitad de lo que han pagado hoy por ver a Charlie Haden o a Gary Peacock

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