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Café Central

Pica este artículo desde que un lunes, atragantado el café, leí en el periódico la posibilidad de cierre del Café Central con el mes de diciembre, en un fin de año con las últimas espumas y la angustia de la primera orfandad. Un correo del poeta Pedro Larrea desde Atlanta pide casi que le engañe. Sólo una frase: “¿De verdad nos cierran el Central?

Si la cosa ya andaba en difícil equilibrio entre la crisis, larga como una letanía; los problemas con la terraza que es un pulmón para la caja, el quinto de IVA para unos bolsillos ya maltrechos, los horarios castrantes… pues llega la guillotina en forma de oferta y demanda; y esta vez no hay Sant Montoliu que milagree. Fin del contrato del local, actualización de la renta hasta lo impagable a base de dar jazz y toca montar a saber que negocio absurdo pero rentable en base a esa dominante cultura del precio y no del valor que va carcomiendo todo el Madrid que hay debajo de la corteza.

Casi de todo he hecho yo en este Central de grandes ventanales que vibran cuando un cañero contrabajista le mete el grave adecuado. He tocado la armónica mientras meaba en lo sórdido del baño, he escrito artículos, poemas, he recortado a tijeretazos lo interesante de un fardo de periódicos que antes de entrar cogía de la basura. He espiado allí al último bohemio: Torrente Malvido, siempre en la curva de la barra y de la vida, con su vino lento y su hastío, antes de esconderse en esa mesa oculta entre la cocina y el escenario a sestear con la boca abierta. Por sus mesas esperé alguna vez que aparecieran Vargas Llosa o Günter Grass; y allí me presenté ante Raúl del Pozo cuando heredó de Umbral los cuartos traseros de El Mundo. “Tú tienes un blog”, me dijo. “Sí, pero soy de los que firmo con mi nombre”le espeté sabiendo su cruzada contra el acuchillamiento anónimo por internet.

Me gusta el Central en invierno, abigarrado de gente mientras busco hueco para montar campamento en una de sus mesas. Y me gusta en verano cuando el grueso de la tropa está en la terraza y yo dentro, protegido en su vientre casi solitario. Me gustan, como no, sus noches vibrantes; pero también esas medias mañanas con las persianas a medio abrir, y usurparle el sitio que fue del bohemio, para leer La Vanguardia mojando una galleta de mantequilla en el café antes de acercarme al piano para acariciar su enorme culo y sus pantorrillas finas. Qué será de él…

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