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De lo volandero

Víctor Vázquez

Dura el interés del ser humano lo que el fósforo en las manos de la cerillera muerta de frío. A todo nos acostumbramos tras el fogonazo de una realidad que nos parece oxidada de un día para otro. En breve nos aburrirá el asunto que sea y pediremos nuevas noticias para mantener la atención en el telediario como si fuésemos niños caprichosos e hiperactivos.

Nuestra capacidad para desconectar es pasmosa. Exigimos nuevas noticias, aunque no lo sean, con tal de que nos las vendan como tales con su aderezo de morbo o de sentimentalismo de rebajas. Nos convertimos en tarados de la vida ajena mientras dejamos escurrir la propia por las bajantes de nuestro absurdo cotidiano.

Quién se acuerda ahora de Haití; y qué pereza nos da leer las lentas novedades de la guerra civil que está reventando Libia y que se alarga como una telenovela. Hoy en día cualquier conflicto necesita un guionista y un publicista argentino. Hay que adaptar la realidad a un formato asequible.

Pero hay otras levedades, esas columnas con alas que casi buscan la invisibilidad como la página de contactos para una beata. Pedro G. Cuartango está deliciosamente insoportable estos últimos meses en El Mundo entintando melancolía en la página dos. Es como un faro de luz negra, de desesperación pausada; y qué mejor que un periódico para plasmar la claustrofobia de tiempo y su angustia cuando, en el mejor de los casos, esas hojas terminarán al día siguiente envolviendo una merluza o haciéndose bola para enderezar la punta de unos zapatos demasiado duros.

La literatura en prensa de unos, la lírica de otros, no es algo menor como ven algunos cartesianos del puro dato, sino verdadera acción poética y supra-realidad donde lo bello se hace con la rabia de lo que sólo durará unas horas, que nace casi siendo un pasado amarillo, un deje de carbonilla en los dedos.

Cuartango explica que ya abandonada la idea de felicidad, trata de alcanzar un equilibrio que tampoco es fácil pues la consciencia es un campo minado. Y yo me acuerdo de Robert Walser, ese maestro reconocido de Kafka y de Vila-Matas, que lo alcanzó y que escribía sus textos en pequeños papeles adaptando lo que escribía al tamaño y al formato de éstos con una letruja espantosa que se iba complicando poco a poco al ir volviéndose roma la punta de un lápiz que no se afilaba hasta que no era estrictamente necesario. Por algo fue un maestro.
 

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