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Despedidas de Oscar

Pablo de Santiago

No voy a hablar del verano, ni de las vacaciones, ni de las despedidas de trabajo que tanto proliferan hoy en día, aunque Zapatero parezca no enterarse con tantos brotes verdes… Ay, bueno, en fin, no voy a hablar de eso, digo,… sino de una hermosa película japonesa titulada precisamente Despedidas y que versa sobre el tema de la muerte y los funerales debidos a los muertos. Cuenta la historia de Daigo, un joven violonchelista recién casado que trabaja en una orquesta de Tokio. Cuando ésta queda disuelta, Daigo queda desolado, pues además de perder el empleo se ve obligado a vender el violonchelo. Además, el joven acusa en su personalidad el abandono de su padre cuando era un niño; está desorientado con su vida, no tiene claro su futuro musical y ha perdido la confianza en su talento. El joven matrimonio decide entonces trasladarse a su pequeña ciudad natal, en donde la madre de Daigo, recientemente fallecida, le dejó una pequeña casa. Una vez instalados allí, Daigo acude a una entrevista de trabajo en una empresa que se dedica a las despedidas. Él cree que es una agencia de viajes, pero esas “despedidas” resultan ser algo distinto. En realidad, la empresa NK se encarga de amortajar a los muertos, de prepararlos para el últimos adiós.

Hablar de la muerte es complicado. Y en el cine es fácil caer en el exceso o la banalidad cuando se toca este tema. No es el caso de este bello film, justo ganador del Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en 2009. Un excelente guión de Kundo Koyama y una primorosa dirección de Yojiro Takita logran la difícil tarea de no deprimir al espectador con asunto tan delicado. Es un tema doloroso, lleno de misterio, y hay lógicamente un enfoque serio de la realidad de la muerte, pero se incide en que ese fin temporal es algo natural, parte de la vida humana, lo cual, junto a la acentuada visión trascendente de la existencia (con apertura sincera a todas las religiones), consigue que el conjunto no provoque en el espectador sentimientos traumáticos desasosegantes.

Hay que advertir que, como corresponde a un film japonés de calidad, el ritmo es pausado -muy oriental-, y se da gran importancia al lenguaje corporal, a los gestos, especialmente primorosos en las escenas de amortajamiento. Por otra parte, esos momentos revelan una delicadeza asombrosa a la hora de tratar el cuerpo humano, que es manipulado con excelsa dignidad. La muerte nos iguala a todos, viene a decir la película, y todos los muertos merecen esa honorable despedida final, “hasta que volvamos a vernos”… La emoción surge naturalmente en ciertos momentos, también agudizados por una cuidadísima y sencilla planificación, y por la melodiosa y extraordinaria banda sonora de Joe Hisaishi, que arranca del chelo un sonido de enorme belleza.

Con sensibilidad inaudita, el director japonés ofrece además una historia de amor muy original, con varias perspectivas. El vacío que causa la ausencia del padre, un tema lateral al principio, va tomando cuerpo hasta desembocar en tema esencial, capaz de provocar intensa emoción. También se dignifica el trabajo humano, por muy antisocial que parezca. Y desde luego, asombra la sutileza incomparable con que se van desplegando las historias de los personajes, magníficamente interpretados. Nadie se queda fuera; cada uno de ellos, por pequeño que parezca, tiene su pizca de sentido en la película. En fin, se trata de un film diferente, que se atreve a hablar de la vida y de la muerte, con gran sencillez y esperanza.

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