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El estudio de Fernando Higueras

Fernando es extremado y lúcido, un eterno vividor en la víspera, que es lo vivísimo antes de la aburrida perfección, una realidad superior que, sumergido en su rascainfiernos fetichista, se nos muestra wagneriano -nibelungo, que diría Liébana-, terrible y acorazado. "Cráneo previlegiado" que diría Valle Inclán, cabeza de escultura griega a medio camino entre Brahms, Marx y un capitán Akab a la caza de la enorme ballena mística de una arquitectura que une equilibrio y caos a partes iguales.

Fernando es un contrapunto al racionalismo y a la civilización mal entendida, un mago capaz de dotar a su obra de sugestión orgánica, de una carnalidad de acero palpitante.

Higueras ha sido siempre un buscador del orden que nace del caos en lucha contra lo oficial de cada momento: barroquista cuando se puso de moda aquella falacia del "menos es más" de Mies van der Rohe; simétrico y compacto en el informalismo; intentando evitar siempre la etiqueta que limita y que sólo sirve para tranquilizar a los que intentan clasificarnos.

Hoy, sigue manteniendo ese espíritu expansivo y en ebullición que le llevó en su juventud a ser guitarrista -Andrés Segovia lo adoraba-, a llegar a acompañar musicalmente a Menéndez Pidal en sus conferencias de los lejanos años 40 y a actuar en el María Guerrero; a hacer una gira por Europa como tenor, a ser premiado internacionalmente como pintor -es un acuarelista excepcional-, pero también a dejarlo todo por la arquitectura: "esa gran puta, caprichosa y absorbente" con la que ganó el Premio Nacional a los dos años de terminar la carrera.

Este pasado verano he ido a casa de Higueras para ver su espectacular proyecto de rascacielos horizontal para China. Aún recuerdo la primera vez que bajé a su particular Pequod acompañado de Ginés Liébana y Loyola de Palacio, después de haber estado en el Cigarral de Santa María, donde Fina de Calderón, una santa lírica que recibía en la capilla, espada en mano, hizo un homenaje a Pepe Hierro y a nuestros paladares bajo una tormenta que aguantaba su descarga sobre esas margaritas de oro que estrelleaban el césped y que ella tan bien describió.

Aquel día, Higueras nos relató la historia de su rascainfiernos o estudio subterráneo, poniendo de manifiesto su practicidad y optimismo para todo: en compañía de Antonio López, Paco Nieva y un echador de cartas, hasta tres veces le salió la muerte a Fernando que, mosqueado, se fue con la baraja al baño donde apareció ésta por cuarta vez. Sus amigos trataron de convencerle de que podía ser un largo viaje. Por si acaso, excavó siete metros de profundidad desde el centro de su casa y plantó en la superficie un ciprés, entre el escándalo de una comunidad que tenía miedo por un derrumbe en la zona y a los que Higueras explicaba seriamente que era una piscina porque sus hijos querían ser submarinistas. Un guiño a lo Jose Luis Coll que bien podemos en estos días tristes dedicar a la memoria de uno de los últimos surrealistas.

 

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