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Fernando Alonso y los españoles

Jorge Bustos

Profeso una sincera admiración a Fernando Alonso que no tiene nada que ver con que conduzca bien un coche de carreras. Lo que me gusta de Alonso es que, en realidad, es un español atípico, un español inglés, de hecho. Hamilton, en cambio, es un inglés latino, que es una cosa mucho menos admirable.

Lo de menos es que Alonso haya ganado dos mundiales, que su nombre salga 2,8 millones de veces en Google o que sea el pionero de un deporte que antes de su irrupción despertaba entre los españoles parecida querencia que la filosofía alemana entre los hotentotes corrientes. Alonso genera hoy un seguimiento informativo verdaderamente babélico, no porque quiera, sino porque los españoles -entre muchos otros- oyen o ven su nombre y de inmediato suben el volumen o pinchan el link. Es un bucle mediático que se retroalimenta de Alonso, de los propios medios y del público, sin que pueda definirse ya a quién corresponde la mayor parte de responsabilidad en el negocio.

A uno todo esto le parece muy bien, y ojalá dure. Como tantos, me enganché a las carreras cuando descubrí que un español tenía talento suficiente como para ganar mucho, para sentar una superioridad de alcance mundial en alguna cosa. El deporte revela que los españoles siguen sintiendo el patriotismo, conservan tantas ganas como Colón de que lo suyo sea lo bueno y lo aclamado; lo que sucede es que confusas adhesiones afectivas y herencias ideológicas familiares los contienen en la expresión del orgullo patrio, que sólo se desata saludablemente a la hora de apoyar a un ídolo deportivo. Alonso es el primero de ellos, y por eso el acomplejado Carod se confiesa ferrarista.

Saberse un catalizador de patriotismo tan poderoso estragaría la conciencia de cualquiera, enquistando el carácter en la inmadurez y dilatando el tumor de una carnívora egolatría, la misma que acabó con Maradona. Pero aquí opera la flema quirúrgica de Alonso. No es más soberbio de lo que necesita ser cualquier campeón mundial, y ni blasona ni se avergüenza de españolismo sino que, como cualquiera de mi generación, es español -a mucha honra- y punto. Frente al reflejo especular de su casco el pueblo delata su españolidad con la seña histórica de nuestra raza: el cainismo. Ya hay respecto de Alonso dos Españas: los alonsistas y los antialonsistas. Típico nuestro, claro. En el alonsismo encontramos motivos espurios: por ejemplo, la codicia de un sector periodístico; en el antialonsismo los hay también, y peores: por ejemplo, la codicia del otro sector periodístico -al que Alonso no concede entrevistas-, sumada a la envidia de toda la vida, además. Y vaya si merece esa envidia. Alonso es uno de los pocos hombres que uno encuentra en el deporte triunfante -compárenlo con el pubescente Jorge Lorenzo, el del caramelo y las comedietas-; tiene un temple militar, y somete sus declaraciones a una mezcla de diplomacia exigida y honestidad personal que no es nada fácil de combinar, no sé si lo han intentado. Habla con sosiego pasmoso dos minutos antes de una competición que incluye la posibilidad de astillarse algún hueso, como poco. Dicen que no agradece a los españoles sus triunfos, pero es que un bólido no es un estadio lleno, y además sí que lo hace, aunque ciertamente no a la manera Bisbal, que es la que gusta a los guardianes del españolismo: esa demagogia grotesca e hipócrita de sometimiento plebeyo a la masa y al empresario. Alonso pelea por ser todo lo libre que puede y es, sobre todo, una persona inteligente, mucho más que la mayoría de los periodistas deportivos, y eso sí que no se puede consentir. Si además no se aviene a participar del fango rosa y la fachenda vip, pues tenemos una personalidad demasiado ajena al cuerpo social ibérico, que sólo ha mostrado unanimidad en su favor cuando se trataba de odiar a un inglés en discordia. Sólo nos une el vituperio al tercero. Qué país.

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