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Francis Bacon en el Prado

Víctor Vázquez

Algo está cambiando en El Prado, en un sacudirse ropajes con polvo de siglos, para recibir a un exquisito salvaje como es Francis Bacon; algo inconcebible hace apenas unos años. Ya lo dice Zugaza -su director-: "Con sus obras aquí colgadas, la pintura de Bacon se somete a un nivel de exigencia inédito… Pero, a la vez, pone a prueba al museo". Algo se está moviendo, también, en el resto de las grandes pinacotecas europeas: desde el Louvre que abre sucursal por los orientes musulmanes del petrodólar, al Ermitage ruso que se expande en dirección contraria habilitándose ya un palacio en Ámsterdam para su sede occidental, pasando por una Tate Gallery que cambió bautismos para renombrarse patrióticamente -Tate Britain- y sacarse de la costilla un hermano pequeño -Tate Modern-.

En fin, hay que sacarle rendimiento, sin duda, a los sótanos blindados llenos de tesoros ocultos para el gran público. Y si bien existen distintas estrategias de expansión, creo que la de El Prado es la menos mediática pero la más acertada; a pesar de fastidiarme el capricho de no poder ver siempre que quiera las tres obras de Patinir que poseen y me tenga que conformar únicamente con El paso de la laguna Estigia que comparte sala con El Bosco.

Pero volvamos a Bacon: el ateo rebelde enfilado hacia la delincuencia, como un Caravaggio moderno, y salvado por la pintura hasta lograr cambiar su previsible muerte en cualquier cuneta por una más que paradójica en la clínica Ruber, acompañado de una monjita -Mercedes- a la que espero no le haya contado ninguna de sus correrías sórdidas llenas de alcohol, chaperos y lumpen; ya fueran por Madrid siguiendo a su último amante -José- entre combinados en el Cock; o por el Soho londinense, con su chupa de cuero, donde tenía ese estudio terrible de barandilla asesina que tan dramáticamente fotografió Jesse Fernández -trasladado detalle a detalle a la Hugh Lane Gallery of Modern Arty, de Dublín- y donde estaba su pub de cabecera: el Colony Room.

Bacon empezó a pintar tras ver un cuadro de Picasso, al que hay que agradecerle la catarsis de destrozar la pintura de un plumazo para su nuevo nacimiento, evitándonos un siglo perdiendo el tiempo hasta que ésta muriera de vieja dando vueltas sobre sí misma. Aún así, ni el malagueño, ni Goya, ni Zurbarán, ni Velázquez -la verdadera pasión del dublinés al que volvía obsesivamente- tienen reflejo fácil en su obra que es ciertamente vanguardia por ruptura con lo anterior y, de tan íntima, sin influencia visual en la pintura posterior. Es, como lo ha definido Vítor Mejuto dando en el clavo, un pintor-isla.

Alguna vez le escuché a Antonio López comentar cuánto le había impresionado conocerle; algo difícil de conseguir en el místico pintor de la Gran Vía si no es por el camino de la emoción -la clave, según él, de cualquier obra de arte- que transmiten sus cuadros de puro intestino pictórico, de un darse la vuelta y pintar en la llaga con la piel supurando hacia dentro en plena resaca mañanera, fugándose de la vida con la propia vida, devorándola, descomponiéndola, distorsionándola; igual que hace con su particular visión de la figuración.
Posdata: Y los lerdos le llaman expresionismo…
 

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