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La muerte

Pablo Sagastibelza

Tradicionalmente, el mes de noviembre en nuestro país es un tiempo en el que el recuerdo de los seres queridos aflora con manifestaciones incluso sociales. Todos los años en estas fechas se pueden leer especiales en la prensa sobre las visitas a los cementerios, y todo lo que circunda esta realidad: compra de flores, refuerzo de servicios públicos de transporte, gastos que supone un sepelio, dulces de la época, etc. Esto se debe a la costumbre cristiana de honrar a los difuntos y acudir a los santos. La Iglesia dedica este mes a considerar los novísimos, esto es la muerte, el juicio particular, Cielo, Purgatorio e Infierno. Las postrimerías o verdades eternas.

La liturgia de la Iglesia reza así: "Señor (…) haz que sintamos interceder por nuestra salvación a todos aquellos que ya gozan de la gloria de la inmortalidad". Los cristianos creen que después de la muerte Dios juzga a cada uno por lo que ha hecho -bueno o malo-, y por lo que debería haber hecho y no hizo. A continuación de este juicio el alma va a un lugar, el Paraíso o el fuego, y queda a la espera de la resurrección del cuerpo. Cómo será esto nadie lo sabe, pero muchos lo creen. En cualquier caso, que tenemos un alma inmortal ya lo explicaba Aristóteles mucho antes de que Cristo se hiciese hombre.

También yo visité un cementerio el primero de noviembre. Allí descansan mi madre y uno de mis hermanos. Después de rezar un rato me entretuve paseando por el camposanto, entre tumbas, nichos y panteones, pensando en estas realidades que afectan a todos: nada hay más cierto que la muerte. Desde luego, aunque arriesgado, es posible afirmar que con la muerte todo acaba, y que más allá no hay nada. Esto es, Dios no existe. No obstante, pienso que es mucho mejor saber que estamos de paso y que después de este mundo nos espera la felicidad continuada sin mezcla de sinsabores, que todo lo bueno de la vida, y sólo eso, se perpetuará sin límite. Me parece que la experiencia que todos tenemos de deseos de plenitud, y constatar que la satisfacción llega cuando obramos el bien que nuestra conciencia dicta, son pruebas de que todo no puede acabar en el momento misterioso de la muerte.

 También, como otras veces, leí multitud de nombres grabados en piedra de los que ya están allí, seres anónimos para la mayoría, pero únicos en su vida. Incluso pensé que los deseos de perpetuar la memoria de los que quedan en vida son efímeros. Por ley de la naturaleza esos recuerdos no pueden durar mucho, ya que ellos mismos pasarán tan rápido como los que yacen en tierra. En cierta manera, sobrecogen las hierbas y mohos que desde hace años cubren algunas tumbas, y la escritura ilegible de las que nadie cuida.

Así es la vida y así es la muerte. No se puede permanecer indiferente y no basta con no querer pensar en ello. Del resultado final depende todo el partido, y es un grave error lanzarse a navegar sin rumbo claro, sin un puerto a donde llegar. La muerte es un punto de inflexión, que para los creyentes en Dios -como para todos- impone la dureza de la separación temporal de alma y cuerpo, pero que no desespera ni desasosiega en exceso. Cuando se vive con la certeza de la victoria es más fácil vivir, más agradable, máxime cuando sabes que para llegar al Cielo es necesario disfrutar mucho en la tierra. Sin embargo, el que ya sale derrotado de partida porque la muerte es el fracaso de la vida sin paliativos, no creo que pueda disfrutar mucho de lo de aquí.

Bonita tradición la que vivimos estos días, que es mucho más que la mera costumbre. Nos ayuda a lanzar nuestro pensamiento a lo que sin duda llegará, aunque no seamos capaces ni siquiera de imaginarlo porque será demasiado gozoso.

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