Los partidos políticos, esos organismos parásitos del Estado, subvencionados, y en último término fracasados, han sido los más eficaces agentes de la disolución de España. En agradecimiento al monopolio de la política que les fue concedido por la Constitución de 1978, se han dedicado, con un entusiasmo digno de mejor causa a atentar de forma sistemática contra la unidad territorial y política de nuestro gran país.
Desde el comienzo de la Transición, colonizaron las Autonomías, transformándolas en fuente de clientelismo y despilfarro económico, corrupciones y desigualdades políticas y civiles sin cuento, y escuela de separatismo.
Más tarde, José Luis Rodríguez Zapatero, presidente de triste y oprobioso recuerdo, abrió el debate sobre la cuestión nacional con aquellas necias e insidiosas declaraciones—“España es una nación de naciones”, “la nación es un concepto discutido y discutible”—, y promovió con frenesí la reforma del Estatuto de Cataluña, verdadera «partida de bautismo» de un Estado catalán, visible ya en el horizonte, sedicioso espejo en el que se miran otras Autonomías.
Lo continuó Podemos, un partido que dice ser, «la verdadera izquierda», apoyando, con manifiesta incongruencia, al nacionalismo allí dónde ya existe o a promoverlo donde no lo hay, y reclamando la celebración de referendos de independencia sobre la base de un quimérico «derecho a decidir», con el insidioso objeto de deshacer la nación española por sufragio.
Siguió Sánchez con su estropajosa teoría de «la España plurinacional» y los «territorios con vocación de nación», en la que ha venido insistiendo machaconamente hasta el día siguiente de su llegada―no podemos decir elección—a la presidencia del gobierno, reafirmándose en su visión secesionista
Tras el impulso político «metaautonómico» que imprimió al régimen constitucional Rodríguez Zapatero, Pedro Sánchez, se apresta a culminar el destrozo desde un gobierno que se nos presenta, por debajo de las apariencias, como punta de lanza de un frente separatista.