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Madrid, rue de Varenne 77

Víctor Vázquez

Últimos días de la exposición de Rodin en la Fundación Mapfre. Esculturas y dibujos, bajo el título de El cuerpo desnudo, traídos desde el museo parisino que fue casa del artista en la calle Varenne. Qué pena que en los cajones en los que han viajado no se pudiera meter un algo de la magia del caserón precioso que los alberga habitualmente, ni de sus grandes ventanales que dan esa luz tan especial a su interior.

La casa de Rodin se esconde cerca de los Invalidos, tímida ante la enorme cúpula vecina que hace de paraguas a Napoleón en su tumba. Es una pequeña burbuja fetichista de tiempo y spleen que semeja encontrarse bajo cielos de otros colores, de otros siglos, protegida del ruido y donde, incluso, el silencio al pasear por sus jardines es distinto, atronador mientras va surgiendo El Pensador o una tímida Eva de bronce entre arbustos que casi se la comen. Poder golpear, sin tenerlas uno todas consigo, las pesadas Puertas del infierno que por suerte no se abren. Es esa una buena introducción antes de un interior que seguirá deslumbrando con El beso y esas manos enormes y entrelazadas que parecen de otro mundo. La de horas que disfruté con una viejísima cámara de cincuenta años haciendo fotos de pura artesanía manual mientras imaginaba que podía cruzarme con Rilke cuando paseaba por allí cuando era secretario del escultor, y parándome a leer algunas de las cartas dirigidas al maestro y recogidas en el libro del poeta: Cartas a Rodín; o algunos de los poemas del satánico Aleister Crowley en el libro que a su honor tituló: Rodin en verso.

Otra historia más oscura sería su relación con la grandísima Camille Claudel, que justo le ha precedido exponiendo en la misma Mapfre. Una escultora que no pudo matricularse en la Escuela de Bellas Artes porque era indecente que una señorita viera modelos desnudos, que se metió a trabajar en el estudio del fauno Rodin entre todas las habladurías de la sociedad de la época provocando que su madre la echara de casa y que terminara sus días tras tres décadas encerrada en un manicomio, sin visitas y suplicando ayuda a su hermano, el importante escritor y tan católico Paul Claudel, que no dejaba de excusarse, sin hacer nada y diciendo que “Todos esos maravillosos dones que la naturaleza le había otorgado no han servido más que para traerle la desgracia”. Unos dones que en realidad eran una bendición y que convertían en ruina esas morales de la época tan terribles para quien se salía de los roles impuestos por la sociedad o nacía fuera de su tiempo; extemporáneos, como le gustaba decir a Sawa. Una desgracia, sí, el que terminara haciendo rosarios quien antes esculpió paganías tan bellas. Espeluznantes son las cartas desde el psiquiátrico de Montdevergues a su hermano diciendo que hay días que no puede escribir del frío atroz que le impide coger la pluma, del hambre y de su total abandono. Qué decir, la historia está llena de artistas divinos que humanamente son unos cabrones. Brindemos, a pesar de todo, por ellos, aunque un poco más por Camille.

 

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