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Malasaña en llamas

Pablo Sagastibelza

En febrero de este año, hace poco más de tres meses, titulaba este espacio con una frase elocuente: Alcorcón en llamas. Desgraciadamente, hoy podemos cambiar sólo una palabra: Malasaña en llamas. Además, visto el resultado por las fotos y crónicas publicadas, lo de Alcorcón es anécdota con los heridos y destrozos de las noches pasadas. Decía que lo ocurrido en Alcorcón era un aviso a navegantes, pero ni en mi previsión más pesimista pensaba en nuevos brotes tan cercanos en el tiempo y crecientes en intensidad.

El origen de los disturbios parece distinto, pero debemos caer en la cuenta de que cualquier excusa es válida para que unos cuantos den rienda suelta a la violencia sinsentido que llevan dentro. Asusta ver cómo muchos representantes públicos intentan hacer propaganda electoral de los golpes y porrazos repartidos en el centro de Madrid, o se limitan a elaborar bonitas frases carentes de verdadero fondo reflexivo.

Afirmar que se deben acentuar las medidas positivas sin concretar en qué consisten esas medidas es, por decirlo suavemente, una tontería. Todos estamos de acuerdo en buscar fórmulas positivas para erradicar la violencia, y que la mera prohibición nunca ha funcionado en ningún terreno. Quizá, a corto plazo resuelva alguna situación engorrosa y difícil, pero al poco esos intentos coercitivos de educar en el civismo y los valores se vuelven estériles.

No se puede predicar por un lado con la palabra y el ejemplo un relativismo absoluto, todo vale a cualquier precio en pro de un libertinaje total, y por el otro exigir orden y buena educación. Si partimos de la base de que esos jóvenes pueden hacer lo que quieran con su cuerpo o su espíritu, y así se lo enseñamos desde pequeñitos, luego no podemos escandalizarnos de que usen su supuesta libertad para lo que les dé la gana.

Pienso que estamos de acuerdo en exigir unos pilares intangibles, es decir, que no se pueden tocar, sobre los que descanse una sociedad madura constituida por personas maduras. Los políticos, ayudados por educadores y pensadores, deberían perfilar con detalle cuáles son esos basamentos elementales. El orden público que deseamos, la esfera de libertad individual que queremos para nosotros sólo se verá respetada si nos damos cuenta de que el otro también la tiene y que, por lo tanto, mi libertad se acaba donde empieza la del prójimo.

Baste un ejemplo elemental. Si yo bebo hasta emborracharme, ese acto personal que parece inocuo para el resto de ciudadanos y un ejercicio perfecto de mi libertad individual que nadie debe entorpecer, probablemente tenga consecuencias directas sobre otros muchos ciudadanos que también actúan con su propia libertad, y que tienen el mismo derecho a ser respetados. Supuestamente, las consecuencias derivadas de mi borrachera son fruto de mi libertad, y por lo tanto puedo exigir impunidad, pero la sociedad me castiga en pro de un orden público que ya no es relativo sino absoluto.

No es suficiente enseñar en la escuela que el mucho alcohol puede afectar al hígado, sino que se hace ineludible ir a las causas profundas y enseñar la verdadera libertad. Verdad y libertad van juntas. Si me emborracho en uso de mi libertad, libremente asumo mi propia degradación y sus consecuencias sociales. El problema no es de los demás, sino que principalmente es mío. Los demás, al menos, se defenderán de mí, con porras, con cárcel o como sea, y yo no podré protestar.

Alcorcón en llamas fue aviso a navegantes. Malasaña en llamas es aviso a navegantes. ¿Qué más nos hace falta? ¿Es tan complejo darse cuenta de que hay que enseñar a los más jóvenes el porqué de ser estudiosos o trabajadores, honrados, del respeto a los mayores, del uso templado y responsable de la comida, la bebida y el sexo? ¿Es tan complejo enseñar que el fin nunca puede justificar los medios que se usen para conseguirlo? No es complejo, es políticamente incorrecto.
 

 

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