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Nuria Espert, negra noche del alba

Comienza a tener el Teatro de La Abadía hechuras de catedral con tanta Nuria Espert entre sus muros. Si hace un par de años, con La violación de Lucrecia, la vimos a galope por esa bella atrocidad shakesperiana cargada siempre de pasiones eternas, aunque afiladas de un modo distinto con esa espiral tan propia del inglés, nos la encontramos ahora como una pedrada escueta y certera en Incendios, un clásico griego revisitado por Wajdi Mouawad a golpe de exilio y rock and roll; con Roxanne y sus luces rojas explotando como una descarga para romper ese difícil equilibrio que, entre la contención apabullante y el desborde, mantenía la obra hasta ese momento.  Nuria, frágil y abrasadora, sale a escena poseída, sin duda, por algún halo de sabiduría lejana y extrema que resulta inquietante en sus coletazos de penumbra. Solo así puede entenderse su transformación de Lucrecia en Tarquino y el esquizofrénico regreso para ser la violada recién mordida por éste que es ella misma. Toda una espiral de extraña luz que tensa y destensa entre la asfixia, el agotamiento, el poema en entraña y la brutalidad hecha belleza. Extraña luz, sí, como la de ese poema de Celan que comienza “Negra noche de alba…” y que me obliga a mí también, a alzar el puñal de la venganza al que lego mi honor, como mi alma lego al cielo y mi cuerpo a la tierra.

Pero volvamos a Incendios, compleja y tan actual, donde recorre Espert tres generaciones: como Jihane, como Nazira, como Nawal, en una rueda de ira que solo consigue romper esta última tras su muerte y arriesgando la cordura de sus hijos Simon y Jeanne mientras al resto nos deja empotrados en las butacas. Impresiona ese grito al desgarro cuando Nuria/Nawal descubre que su carcelero, su torturador, su violador, el padre de los gemelos, es su propio hijo y todo encaja en un puzle hecho de sangre.

Ad latere. Tengo que confesar que me encuentro a Nuria Espert a menudo, inquieta, cambiando de pared continuamente en casa de Ginés Liébana en ese retrato suyo pintado a la maniera de un Quattrocento exuberante; y que, por contraste, la recuerdo sobria recitando poemas lentos y vibrantes en aquel frío tanatorio, sustituyendo al cura, mientras incineraban a nuestro amigo el arquitecto Fernando Higueras. Fue la mejor de las despedidas aquella oración suya tan pagana de versos. Qué grande es Nuria Espert.

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