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Presidente de verano

Jorge Bustos

Ha dicho el hombre del tiempo que se avecina el calor de verdad, ese aire incendiario de la meseta que lo saca a uno de su propia piel. Siempre he pensado que el verano es una estación de una vulgaridad omnímoda, ominosa, ineluctable. El calor fulminante, el sudor pegajoso, la luz cegadora apisonan las últimas reservas de conciencia y elegancia individuales. Entonces hacen su aparición las chanclas y los pulgares rollizos y sucios -pintados por Caravaggio-, las lorzas anticanónicas, la agresividad del vello descubierto y toda la voluminosidad obscena de la carne. La elegancia en el vestir sólo es posible en invierno; el verano únicamente genera variantes carísimas del taparrabos, camisetas pretenciosas y jirones de sábana ondulante que nada conservan de la languidez de las leyendas románticas. Toda la moda de verano resulta ridículamente primaria. En este momento, el pueblo es más masa que nunca: el juicio y el criterio se reblandecen y agostan; la uniformidad calorífica se vuelve un hecho incontestable. El presidente Rodríguez encuentra, por tanto, un gran aliado en el rigor estival.

Viendo en la tele fragmentos del debate sobre el estado de la Nación, he recibido, al fin, la luz de la gran verdad: José Luis Rodríguez es el presidente natural de los españoles. O al menos, de la gran mayoría de ellos. ¿Qué entiendo por presidente natural? Entiendo alguien que comparte condición y cualidades con sus gobernados, y Rodríguez es un aborigen puro de la posmodernidad burguesa de la España actual. Cuando ganó las elecciones, él le dijo a su mujer: “No sabes cuántos españoles podrían llegar a presidente”; y cuánta razón tenía: había ganado él, sin ir más lejos. Y lógicamente, Rodríguez también ha ganado el debate, porque habla como hablan los españoles que lo ven en la tele. En el hemiciclo yo he clasificado en tres grupos a los oradores: los altos -Rajoy-, los medios -Rodríguez- y los bajos -el tipo aquel de ERC, entre muchos otros-. Lo que trato de decir es que se ha a-ca-ba-do definitivamente la época en que se exigía a los gobernantes una formación y unas aptitudes superiores a las del común; ahora, justamente, con la apoteosis del término ‘democracia’ en su acepción más igualitarista, lo que se quiere es que nos gobiernen tipos comunes, vulgares, si acaso que den bien ante la cámara. Por eso Rajoy, con su aburrida preparación, su oposición aprobada y su falta evidente de plasticidad gestual, no conecta con nadie más que con su electorado más incondicional y aquilatado.

En la nueva era de la política, el parlamentarismo no tiene sentido. Nadie usa ya las palabras para defender ideas o convencer con argumentos, sino que se usa la tele para representar papeles de comedia -y se espera a los datos de audiencia-, porque las decisiones políticas y los pactos se fabrican bajo cuerda entre los interesados, y luego se comunican en una rueda de prensa, con toda la fraseología ‘democrática’ consabida. Todo esto no tendría mayor importancia si no hubiera problemas reales -como el hecho de que no exista libertad política en el País Vasco- que suplican la asunción de principios sólidos. Hablar de solidez, en verano y con Rodríguez de presidente, es un contrasentido irrisorio. Todo sigue igual, hay que rezar para que no nos toque la bomba en nuestro destino veraniego y tomarse una birra al socaire húmedo de las palmeras. Qué país.

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