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También morimos en primavera

Pablo de Santiago

La gente muere. Anthony Minghella, Paul Scofield, Richard Widwark, Rafael Azcona, Arthur C. Clarke. Los cinco eran hombres de cine. Un director, dos actores, dos guionistas. El primero conoció el éxito con la sobrevalorada El paciente inglés; el segundo ganó el Oscar por su extraordinario papel de Tomás Moro en Un hombre para la eternidad, fantástica película de Fred Zinnemann; el tercero era uno de las grandes estrellas clásicas de Hollywood, experto en papeles de hombre guiado por sentimientos turbios; el cuarto fue probablemente el mejor guionista del cine español, alguien que supo driblar con estilo las barreras de la censura con obras tan importantes como Plácido, El verdugo o El pisito; y el quinto adaptó su relato The Sentinel para escribir el guión de 2001: una odisea del espacio, esa obra maestra que era “la explicación racional de la existencia de Dios”, en palabras de su director Stanley Kubrick.

La gente muere, decía. Y sé que en primavera no pega ni con cola hablar de esto, pero es que, mira tú por dónde, las personas también mueren en el mes de las flores, cuando el sol brilla y por las noches los grillos dejan oír sus calurosos trinos, y no sólo ‘nos dejan’ (?) en el frío y oscuro noviembre. Y en concreto en el mes de marzo las cosas se han puesto especialmente tétricas en el mundo del cine. Pero esto es lo que hay, a la muerte no le asustan ni los calendarios ni las témporas, ella llega inexorable, para todos y en cualquier momento. Es más, si pensamos en la humanidad de todos los tiempos, en todas las personas que han vivido desde que el mundo es mundo, entonces constataremos que sólo una ínfima parte respiramos ahora. Una parte tan pequeña que es casi despreciable. Lo raro es vivir, que decía Martín Gaite. Y el gran Dámaso Alonso apuntaló la idea con el primer verso de Hijos de la ira: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)”. Corría entonces el año 1944; hoy somos cinco millones y pico los que boqueamos, pero ya se sabe que las estadísticas importan un bledo.

Hace poco he podido entrevistar a un veterano y prestigioso actor con motivo del inminente estreno de una película. Al interrogarle acerca de si pensaba en su muerte, contestó que sí, que claro, que ya tenía una edad, que veía a su nieto y eso le hacía reflexionar, etc. Pero en su larga y reposada respuesta no pronunció ni una sola vez la palabra “muerte”. La tememos. La tememos tremendamente. Y sin embargo, la paradoja es que sea ella la que nos hace humanos. ¿Por qué nos gusta el cine? ¿Por qué nos gusta la literatura? ¿Por qué nos gusta el arte?, pregunto cada año a mis alumnos universitarios. Porque nos vamos a morir, les respondo con un deje de sibilina malicia. Queremos vivir más, queremos trascender la muerte, queremos ser eternos. Por eso creamos. Como dice Ernesto Sabato, “un Dios no escribe novelas”.

 

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