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Tres años, treinta y seis ramos…

Pedro Miguel Ortega

No han faltado ni un solo mes, día a día, años tras año; y ya van tres… sobre la valla de Renfe en nuestra calle Téllez -posterior- desde donde auxiliaron a las víctimas del 11-M. Nunca ha dejado de florecer un ramo anónimo, o varios al mismo tiempo. Y esto, lamentablemente, parece ser que molesta en el vecindario.

Más me desagrada, pienso yo, esa constante presencia policial custodiando locales de una sociedad de inversión de bienes tangibles, vecina del barrio. No lo digo por nuestras Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, pues al fin y al cabo nos sentimos más seguros así, en este vacío paseo junto a las vías del tren; lo pongo de manifiesto porque haber coincidido cerca de mi casa dos hechos en poco tiempo: un atentado criminal y una presunta estafa contra las familias más necesitadas: trabajadores, jornaleros, clases humildes.

Cuando escribo estas líneas, enero de 2007, el frío es helador. Desde mi ventanal veo el horizonte de un Madrid casi congelado, además de contaminado. Mientras, cuando se hace de noche, alguien que no he logrado ver viene a la verja metálica que prohíbe el acceso hasta los raíles; enciende sigilosamente una o dos velas en recuerdo de sus familiares víctimas de un horrible atentado; tal vez reza y se va. Enfrente, ya en el distrito de Arganzuela, veo construir un gran inmueble. Los vecinos tememos que las nuevas empresas propietarias de la antigua Renfe también decidan levantar más edificios, sobre pilares, por encima de sus propias vías; pueden cubrir todas con oficinas o viviendas. En quince años la estación Puerta de Atocha ha quedado obsoleta; en el siglo XIX se hicieron para durar cien.

Los árboles van perdiendo sus hojas; un barrendero se esmera en mantener ambas aceras y calzada limpias. Otros operarios contratados por el municipio se afanan en retirar las heces perrunas desde una moto que lleva incorporado el aspirador; cerca, un controlador del parquímetro mira en cada coche estacionado por si se ha pasado el tiempo previamente pagado al Ayuntamiento. En este escenario urbano, los ramos dedicados a las víctimas del 11-M resplandecen más vivos todavía, bajo un sol de invierno que agradecemos.

En mi calle, ni un solo día han dejado de florecer estas ofrendas. Instantes cotidianos que miro a diario, en mi particular homenaje a quienes recuerdan a sus seres queridos mediante la tradición cristiana de unos sencillos ramilletes de flores. El hormigón de esa tapia -lamentablemente- debe sonreír en su interior; el color gris del cemento sirve para que una obra pública sustente estos preciosos colores florales, mientras el rocío matutino les pone una nota de esperanza en forma de lágrima transparente.

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