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Umbral, un ser de lejanías

Ha muerto Paco Umbral, el tres veces huérfano que dice Sánchez Dragó, un hecho que ha dirigido invisiblemente su obra: el silencio frente al padre, una madre sublimada por la imaginación –Memorias de un niño de derechas-; algo que compartía con sus adorados Baudelaire y Proust, y la muerte de su único hijo, Pincho, con sólo seis años –Mortal y rosa– que le apuntaló definitivamente el carácter.

Umbral ha seguido la máxima de Oscar Wilde de hacer de su vida una obra de arte, algo que vuelve locos a los que tratan de fotografiarle en biografías, de encontrar el tesoro triste en el mapa de sus libros embarrados en mil vidas que le señalan a él, pues no son capaces de distinguir la frontera entre realidad, imaginación y literatura. "¡Qué no falte argumento!", le dijo a Carmen Rigalt, ya en el hospital, ante la cara de incredulidad de ésta por algunas batallitas que contaba.

Ha sido Anna Caballé –El frío de una vida– la que ha roto el hechizo del puzzle umbraliano, la que ha dejado a Paco desnudo de máscaras, desamparado de orfandades antiguas al despojarlo de las calíopes y perséfones con las que se adornaba. Un libro cruel que, quizá, debería haberse publicado una vez muerto el escritor y no antes, un libro de verdades que pone de manifiesto, sin embargo, que la realidad de su vida ha estado a la altura de la creada literariamente, aunque el creador prefiera esta última.

Ha muerto un artesano de la prosa lírica después de recorrer kilómetros y kilómetros por la cinta entintada de la sangre negra de su olivetti, en la que pulsaba el pianísimo de las letras, y después de sacar de un golpe el folio como si lo fuera a lanzar como un cuchillo al vuelo de las rotativas, unas palabras que respiran de estómago, golpeadas contra el papel en un escorzo barroco y afilado, una radiografía miope y lúcida en bellezas de la partitura de un Madrid que aúlla y que siempre defendió como un estilo literario al que ha dejado, ahora él, huérfano de columnas y tartamudo de vida. Un Madrid que desmenuzó: de lo sórdido al rancio abolengo, del yonqui a la marquesa, pasando por la prostituta con piernas de diosa y culo de melocotón, palacios, pensiones y gatos, siempre gatos. Un Madrid del que se alejó para verlo en la distancia, para verlo en su totalidad y escribirlo desde su mesa camilla como un metrónomo excesivo y encabronado, bajo la tutela de un González-Ruano que preside el altar pagano improvisado sobre la chimenea para que sea testigo de la catedral memorialista que ha levantado, porque escribir una vida no es perderla, sino vivirla dos veces, o como decía él con esos juegos de palabras que tanto le gustaban: "Se vive para escribir lo vivido".

Es culpable, Umbral, de que El Mundo lo empezará yo por el revés, una contraportada por la que ahora afilan los codos la jauría de los junta-letras, para heredar y quedar mal, por comparación con “Los placeres y los días”, sin duda. Adiós, Paco, aquí nos despedimos en este teatro, porque los cementerios son teatro y el telón una mortaja.

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