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Un país de ricos

Pablo Sagastibelza

Los automóviles, es decir, los vehículos que pueden ser guiados para marchar por una vía ordinaria sin necesidad de carriles, y llevan un motor que los pone en movimiento, traen de cabeza a don Pere Navarro, Director General de Tráfico de nuestro país y, por desgracia, son pasaporte de muchos hacia la muerte.

En particular, el tipo de automóvil que más le quita el sueño es la moto, aunque muchos apuestan a que pronto este insomnio será sustituido por pesadillas en las que coches en manos de jóvenes inexpertos, que van a gran velocidad absolutamente pasados de copas, en compañía de tres o cuatro colegas a la vuelta del botellón, se estrellan entre ellos o chocan brutalmente contra las medianas. Esto en el mejor de los casos, porque hay otras dos versiones con las que Navarro despierta sobresaltado y empapado en sudor: esas en las que se empotran contra un grupete de gente a la salida de un bar, o aquellas en las que los protagonistas toman en sentido contrario una autopista infestada de vehículos con el subsiguiente final no feliz.

El carné por puntos, que pareció una brillante idea cuando nació, parece que no ha conseguido los objetivos que se esperaban. Los anuncios de la DGT en televisión han sido de lo más variado, algunos incluso buenos, pero a tenor de los datos que las pantallas de autopistas y autovías nos recuerdan fin de semana tras fin de semana, tampoco han ayudado mucho a bajar el número de muertos en carretera. Ahora queremos acudir a la vía penal o a aumentar los controles de alcoholemia y drogas.

No es fácil el papel de nuestro Director General, y a su favor hay que decir que ha intentado algunas medidas novedosas y otras que, aunque no lo sean tanto, a base de repetirlas quedan en la retina de los conductores.

¿Es posible atajar las muertes en la carretera? ¿El problema es que tenemos un Director General voluntarioso, pero incompetente, o es algo más profundo?

El propio Navarro, creo que sin darse cuenta, lo apuntó: el problema es que España es un país de ricos: "puedo, me lo merezco y me compro un modelo de gran cilindrada". Esto lo dijo a mediados de septiembre al comentar que se ha producido la friolera de un 53 por ciento más de siniestralidad mortal en motos con respecto a 2006, y que la solución no pasa por los guardarrailes, sino por la autorresponsabilidad y la prudencia.

Como es lógico, Navarro no es tan imbécil como para decir que si nadie tuviera coche no habría accidentes, que es lo que ocurre en África: no hay dinero, la gente va andando. Lo que dijo es que el dinero, el bienestar generalizado narcotiza las conciencias, impide distinguir entre lo bueno y lo malo, que esto es la imprudencia, la insensatez, la inmoderación. Y es un problema de fondo, que también afecta al tráfico, con el matiz de que sus malas consecuencias son irreparables, centenares de vidas humanas sesgadas, muchas de ellas de jóvenes y niños.

No distinguir lo bueno de lo malo, este es el problema. Y es un problema moral. ¿Hay que distinguirlos? ¿Quién dice qué es lo bueno o lo malo? ¿Depende lo correcto o lo incorrecto de las circunstancias? Entonces, ¿quién es el árbitro que aplica las reglas? ¿Qué reglas son esas? ¿El bien y el mal son absolutos o se consensuan? La muerte es quien hace preguntas sobre la vida. Y Pere Navarro, que todos los días acude a la cita de la muerte, ha dado parcialmente en el clavo: quizá nuestro problema es que vitalmente no sabemos ir hacia lo bueno y evitar lo malo, ser prudentes. Y esto ocurre, en parte, por el narcótico del dinero, por la codicia del bienestar, la avaricia…, que todos llevamos dentro y hay que combatir.

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