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Un señor llamado Pep Guardiola

Pablo de Santiago

Soy del Madrid. A muerte. A veces me enfado conmigo mismo porque es irracional la intensidad con que me afectan los resultados del fútbol. Sé que no tiene sentido, pero saberlo no arregla nada. Quizá sólo el paso lento de los años y de las mismas competiciones una y otra vez puedan templar un poco los sentimientos que me genera el dichoso baloncito. Pero no hablo sólo de los malos resultados, de las grandiosas decepciones -como la del 2-6 del Barça-, no. Hablo más bien de sentimientos exacerbados hasta el ridículo, hablo de la inmensa tristeza y la desbordante alegría que puede provocar un partido de fútbol. Es verdaderamente lamentable. Y es que, en el fondo, no me gusta nada que me alegre tan desproporcionadamente un resultado deportivo, cuando, pongamos por caso -y menos mal que eso es lo ordinario-, mi equipo gana sobradamente o se alza con un nuevo campeonato o una copa. No me gusta constatar que estoy demasiado alegre por eso. Entiéndanme, no es que no haya que estar feliz cuando tu equipo gana, claro que no, es un hobby y eso está bien, pero cada cosa en su sitio. Es surrealista que un resultado del Real Madrid defina mi estado de ánimo y me zarandee como una marioneta. Por supuesto, uno sólo cae en la cuenta de que se está dejando llevar demasiado cuando el resultado es adverso. Demasiada ‘felicidad’, como cualquier borrachera, entontece, pero es muy distinto cuando llega la tristeza del perdedor. Entonces el mundo alrededor parece derrumbarse, las personas cercanas e incluso los amigos comienzan a parecernos odiosos, ya sea porque son del equipo contrario, ya sea porque les da igual y entonces nos provocan sentimientos de envidia ante su aséptica estabilidad, ante un equilibrio emocional que nosotros echamos de menos.

Lo tremendo del fútbol es que tiene la capacidad de sacar de nuestro interior reacciones que ni uno mismo sabía que podía esconder (algo parecido pasa con el tráfico: si quieres conocer a alguien de verdad piensa en sus reacciones al volante o frente a un partido de fútbol). Uno comienza siendo de un equipo desde pequeñito, le compran el traje blanco, disfruta jugando en el colegio y viendo a sus héroes, y luego se va haciendo mayor y, por el roce, por la historia, por la vida, es fácil que acabe por despreciar a todos los demás equipos. La rivalidad acaba convirtiéndose fácilmente en odio, y la palabra revancha deja de expresar algo puramente deportivo para adquirir sencillamente el significado de venganza. Eso es lo que pasa entre Real Madrid y Barcelona. Hay tal odio entre esos equipos y sus seguidores que ver un partido de ese calibre es una experiencia terriblemente fuerte. En algunos casos es muy difícil de digerir durante noventa minutos. Por eso estimo tanto las declaraciones de un señor llamado Pep Guardiola. Sus palabras sobre el Real Madrid corresponden a un verdadero señor, a un tipo que sabe aplastar a un rival y luego elogiarle con sinceridad, sin humillar. El Barcelona ganó en el campo, arrolló al Real Madrid, sí, pero esa derrota se convierte en puramente deportiva después de escuchar a Guardiola. Sus elogios acerca de la grandeza del Real Madrid, del campo maravilloso en el que ha jugado, etcétera, destierran cualquier odio y me producen admiración. Su elegancia es ejemplar. Y, claro, esa integridad del entrenador rival hace posible el ‘milagro’: que el resultado no trascienda fuera del ámbito deportivo. Los ánimos se aquietan y no pasa nada. Sólo se abre paso, poco a poco, un equilibrado deseo de revancha deportiva. Esta vez han sido mejores. Han merecido la victoria. Ya nos llegará a nosotros la hora.

Periodista y crítico de cine
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