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¡Violencia en pleno siglo XXI!

Jorge Bustos

En pleno siglo XXI un finlandés impúber devoto de Nietzsche ha liquidado a siete compañeros y a la directora de su instituto por el procedimiento de la ráfaga de plomo. Combinando fielmente el darwinismo social de un Zaratrustra con la llamada a la acción de Marx, se puso a corregir su sociedad; algo que ha logrado, finalmente, al suicidarse. Las autoridades de aquel país de superficie gélida pero imaginación ardiente no comprenden cómo puede su envidiado Estado del Bienestar producir semejante clase de Raskólnikov cibernético pero mejor armado. Finlandia posee uno de los mayores índices de lectura del mundo y Europa reconoce el prestigio unánime de su sistema educativo; allí, además, hace mucho frío, y cuando determinados finlandeses se quedan en casa en lugar de salir a patinar y se ponen a pensar y a friquear por Internet, tienen más peligro que Gasol en la casa de David el Gnomo. Con los friquis finlandeses se cumple a la inversa lo que pensaba Pascal, que todas las desgracias sobrevenían a los hombres por no ser capaces de estarse quietos en una habitación, una etiología exacta de la conducta española habitual. Este nuevo tipo humano -el impagable Enjuto Mojamuto de los chanantes- acomoda como ningún otro las funciones del sociópata en este siglo XXI, y dicen que en el Japón proliferan y disparatan como conejos psicóticos. Antes los sociópatas estaban sugestionados por el clasismo o la ideología, y ahora lo están por la imagen ajena y la fama propia en un mundo paradójico de mucha comunicación e insufrible anonimato. Este adolescente finlandés leyó algo -no lo suficiente-, pero no buscaba hacer la revolución sino reivindicar su ego enfermo, y por eso dejó anunciado el plan cumplidamente.

"¿Cómo puede suceder todo esto en pleno siglo XXI?", claman los fieles del progreso. Apelar al siglo XXI como culminación de una pretendida linealidad del progreso humano es una de las agresiones a la verdad más virulentas que puede cometer necio alguno. No había nación europea más culta y avanzada técnicamente que la Alemania nazi, cuántas veces habrá que repetirlo. El horror y la ‘cultura’ son viejos compañeros de piso, y es hasta coherente encontrar en el cuarto de un inquilino las propiedades del otro. Mucha gente cree que los hombres somos mejores porque hay menos analfabetos o los coches corren más rápido, pero en realidad ser mejor persona exige una abnegación constante y durísima que es preciso ejercer justo cuando todo está en tu contra y eres muy desgraciado. Como muchos no pueden, la violencia seguirá brotando de cada corazón humano en pleno siglo XXXVIII y más, hasta que algún casquete polar a la deriva nos aniquile. "Pero oiga, si ni la formación ni la riqueza evitan la comisión eventual de atrocidades, ¿qué hacemos con los millones de euros que destinamos a presupuesto social?" Yo pondría más campos de golf, quizá.

El problema tampoco es el número de armas disponible: es anterior, es moral. La moral, que es la verdadera cultura, no ha progresado nada desde los tiempos de Eva. Dudo que desde entonces hayamos logrado bajar algún punto la cuota de violencia proporcional a una sociedad; hoy su alcance mediático multiplica el impacto, aunque también entumece la sensibilidad y favorece el olvido, tan necesario para poder seguir viviendo. Puede, en cambio, que incluso haya aumentado, y no hace falta ni Pepiño ni los otros 14 sabios para asociar el arrebato criminal al grito de libertad del individuo enajenado por sociedades crecientemente dirigidas en deshumanizados laberintos urbanos. Mientras continúe abriéndose la divergencia entre propaganda cívica y edificación moral, el progreso seguirá creciendo al mismo ritmo que la violencia.

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