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Don Juan José Navarro, Marqués de la Victoria

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Acabada en España la Guerra de Sucesión, funesto legado que coronaba la época, más funesta, de Carlos II, cuando llegó el tiempo de reparar tantos males, asegurado en el trono el rey Don Felipe el Animoso, para cimentar de nuevo la Marina Nacional bajo un plan militar que nunca tuvo antes, logró la dicha de encontrar hombres como Patiño y Ensenada, que de la nada sacaron arsenales, bajeles, fábricas, todo ese inmenso material que constituye la Armada; y para instruir oficiales capaces de dirigirlo, llevándolo por los mares del globo terrestre en prolongación del territorio y manifestación imponente de la bandera nacional, la buena estrella del Monarca le deparó otros hombres dotados de las raras condiciones necesarias para tan difícil empeño.

Uno de los más señalados fue don Juan José Navarro, en quien se reunían, con las dotes de una privilegiada inteligencia, las más aventajadas condiciones personales, el conocimiento científico y el de las Bellas Artes, el dominio de la disciplina con los refinados modales de una cortesana educación, el manejo de las armas al igual en destreza de la equitación y la danza, la integración de los números alternando con el ejercicio de las lenguas extrañas, y la muestra gráfica de la Geografía con la exposición de su compañera la Historia. En su escuela se formaron Jorge Juan, Ulloa, Mazarredo, con otras principales lumbreras de nuestra Marina; servicio bastante por sí solo para darle nombre si otro no tuviera, que llenan 520 páginas del libro de la vida que trazó la pluma elegante de Vargas Ponce.

Hallándose de guarnición en Mesina, don Ignacio Navarro, capitán del Tercio Viejo del Mar de Nápoles, casado con una noble señora siciliana, nació don Juan José, el 30 de noviembre de 1687. A los 11 años, y sin perjuicio de los estudios matemáticos y de humanidades, tenía plaza de soldado aventajado en el mismo Tercio, cuyo servicio hubo de hacer efectivo por rompimiento de la guerra, así en Italia como en España. En 1708 pasó desde Cartagena al socorro de Orán; campaña desventurada para su familia, porque en el asalto que dio la morisma al castillo de San Andrés murió su hermano Ramón, joven de 23 años, y herido su padre, fue llevado al cautiverio de Argel, donde también sucumbió. Don Juan José Navarro, que ya se distinguía por sus conocimientos, tuvo empleo como ingeniero y fue después encargado, en el sitio de Alicante, de la mina que voló el castillo y ocasionó la rendición de la plaza. no siendo estas campañas de principal interés para la vida del marino, bastará decir que en ellas asistió a 4 batallas campales, 40 acciones de guerra, 7 sitios de plaza, cayendo tres veces prisionero por suerte de las armas.

Tenía 33 años de edad y empleo de capitán cuando, reformados los Tercios Viejos de la Armada y fundada la Compañía de Guardias Marinas, se le eligió para alférez de ella., encargándole la enseñanza de Matemáticas, sin perjuicio de la cual se dedicó a redactar los libros precisos de que se carecía, escribiendo uno de Táctica Naval, que reformaba el francés del P. Hoste; otro de Teórica y práctica de la maniobra, y un tercero, que tituló El Capitán de Navío instruido en las ciencias y obligaciones de su empleo. Cuando los Reyes visitaron el naciente Departamento de Cádiz, y, como una de sus dependencias, la Academia de Guardias Marinas, prendados del recibimiento que les hizo el Alférez, entonces ya Capitán de fragata, le invitaron a la mesa real y a que por las noches dibujase en su presencia, haciendo una habilidad en que sobresalía entre los de su época. Doña Isabel Farnesio le hizo presente de unos difuminos hechos de su mano e inventados por el rey don Felipe para sombrear con el negro del pábilo de la vela, y con otras distinciones demostraban el agrado de la amena conversación de Navarro, en términos de despertar los celos del ministro Patiño, que en el ascenso a Capitán de navío, concedido por el mismo Rey, encontró motivo para alejarlo de la Corte, dándole el mando del San Fernando. Al despedirse le encargó don Felipe que le enviara dibujos para adornar su gabinete, y aún existen en el Palacio del Real Sitio de San Ildefonso, juzgando por ellos a su autor el señor Cean, como el mejor dibujante en España en su tiempo.

El implacable ministro, que desconfiaba todavía de la correspondencia en que la Reina hizo varios encargos a Navarro, le dio comisión para América y al regreso le envió a la expedición de Orán, compuesta por 500 buques, en cuyo éxito le tocó buena parte por haber dirigido el desembarco de las tropas. Asegurada la ocupación de la plaza, quedó expuesto de estación con su navío y hubiera seguido alejada siempre de las costas de la Península. Al no haber muerto Patiño, que en la debilidad de su ojeriza interceptó los diarios, las memorias y cuantos trabajos técnicos que recibió para presentarlos a S.M. Sustituido el Ministro y creado el Almirantazgo en 1737, ascendió Navarro a Jefe de Escuadra, dedicándose con nuevo ardor a la redacción de las obras con que iba enriqueciendo la literatura náutica: Maniobra, Ordenanzas, Geografía, fueron objeto de otros tratados suyos y casi lo eran de generalidad sus diarios de navegación, porque en ellos anotaba toda especie de observaciones y comentarios y dibujaba además, día a día las vistas de la tierra, de embarcaciones, peces, pájaros, cuanto se ofrecía a la vista. Emprendió además la formación de un diccionario marítimo, interrumpida por la declaración de la guerra que se publicó en Londres en 1739, y que fue motivo para que se pusiera a sus órdenes en Cádiz una escuadra de 9 navíos, con la que fue a Ferrol y Vigo, apresado en el viaje la fragata inglesa Non Pareil y enriqueciendo su colección de vistas con muchas de las pintorescas costas de Galicia. En este crucero, habiendo antes sido admitido en la Real Academia Española, ideó el sistema de señales, que consistía en numerar las banderas por pares y formar con ellas una tabla pitagórica, que producía muchas combinaciones; sistema que más adelante perfeccionó Mazarredo y que, por espacio de un siglo ha regido en la Marina. En otros sucesivos por el Mediterráneo logró hacer algunas presas, sin encuentro formal con el enemigo, hasta que, inclinándose los franceses a nuestra alianza, se unieron las escuadras de ambas naciones en el puerto de Tolon. La don Juan José se componía de 12 navíos, uno de 114 cañones, El Real Felipe; otro de 80, otro de 70 y los demás, de 60. La francesa, al mando de Mr. de Court, constaba de 16 navíos, 3 fragatas, dos brulotes y un buque de hospital y fuera del puerto las bloqueaba una inglesa muy superior en fuerza, dirigida por el almirante Mathews. 18 meses permanecieron los aliados en esta situación pasiva, que terminó con una orden terminante del Rey para presentar la batalla. Mr de Court, que tenía el mando en jefe, sentó entonces un precedente que años adelante había de seguir al pie de la letra en Trafalgar su compatriota Mr de Villeneuve. Convocó a Consejo, pronunciando un elocuente discurso, en que manifestaba estar dispuesto a atacar a los ingleses al abordaje y como el general español respondiera modestamente que los navíos de su escuadra cumplirían con su obligación, a las dos de la tarde del 19 de febrero de 1744 dio vela la Armada, bordeando todo el día siguiente con poco viento a vista de las islas Hieres, donde se hallaba la enemiga. El 22 avanzó ésta, contándose 32 navíos, 13 de ellos de 3 puentes y de 80 cañones para arriba, y 9 entre fragatas y brulotes, teniendo la ventaja del barlovento. La española, según lo convenido, debía ocupar y ocupaba la vanguardia, pero por señal del Almirante de Court se verificó virada a un tiempo y quedó a retaguardia. Entonces la inglesa se dirigió a cortar la línea entre ambas aliadas y continuando los franceses su camino, disparando por fórmula algún cañonazo, permitieron que todo el peso del enemigo cayera sobre los 12 navíos españoles. Con esta libertad, el navío Capitana de Mathews, con otros 4, se colocaron a tiro de fusil del Real Felipe y a cuatro, a tres y a dos, se repartieron los demás, rompiendo el fuego sobre las víctimas expiatorias de la alianza, que no por ello perdieron ánimo, antes se defendieron como quien lo hace de la honra delante de los testigos, siendo admirable el bizarro esfuerzo de la Capitana para contender con fuerzas tan desiguales obligándolas a retirarse, aunque quedaba desmantelado, hecho una boya, sin movimiento alguno. Con igual heroísmo se batieron los demás navíos desde las 8 de la mañana hasta las 5 de la tarde, sin que ninguno de ellos cediera. A esta misma hora empezó el Almirante Mathews un segundo ataque, enviando sobre el Real dos navíos de refresco y un brulote, que debía abrasarlo, toda vez que, como está dicho, no podía maniobrar para evitarlo. Su recurso fue embarcar una falúa con gente escogida, que abordando al brulote, cambiaron su dirección; y cuando ya estaba incendiado por la popa, a medio tiro de pistola, un cañonazo lo echó a pique, apagándose fácilmente los artificios de fuego que entraron a bordo. A la defensa de su Jefe vinieron también, como era natural, todos los navíos que podían ejecutarlo, y convencido el enemigo de no alcanzar otro resultado con la noche, que se venía encima, a las 18:30 horas cesó el fuego e hizo señal de retirada, dejando dueños del campo a los navíos que quizá juzgó en su poder para aquella hora. En esto, los franceses, que se habían mantenido a barlovento a distancia respetable, viraron sobre nuestra escuadra y comunicando Mr de Court con Navarro, le manifestó su propósito de atacar al día siguiente al enemigo. Díjole éste el deplorable estado en que se hallaba, no obstante el cual, a facilitarle auxilio para remediar durante la noche el aparejo, estaba pronto a otro combate, pero con la condición de que habían de interpolarse los navíos españoles con los franceses. Durante la noche, faltos de vela como estaban los primeros, cayeron a sotavento. El Hércules amaneció muy cerca de los ingleses y fue batido más de una hora por uno de tres puentes, no teniendo velas para esquivarlo; sin embargo, resistió valientemente, dando tiempo a que se le acercase la escuadra aliada, que además rescató al navío Poder, si bien en estado tal de inutilidad por los balazos, que hubo que incendiarlo. Pasaron el día unidas ambas escuadras a vista de la enemiga, sin buscarla, y al siguiente, 24, desapareció la inglesa; con lo cual, arribando sobre la costa de España, tomaron puerto los navíos según el viento fuerte se lo permitía, adonde llegó don Juan José Navarro el 9 de marzo, habiendo apresado de camino una fragata enemiga.

El resultado inmediato de este glorioso combate fue, por parte de la escuadra española, 150 muertos, entre ellos tres de los 12 comandantes de navío, y 167 heridos, contándose entre ellos el General, un comandante y 17 oficiales. El navío Poder, desarbolado y haciendo mucha agua, se rindió y fue represado e incendiado al siguiente día.

La escuadra inglesa tuvo 300 bajas; murieron dos comandantes; el navío de 3 puentes Malborough, que batió al Real Felipe, tuvo 53 muertos y 90 heridos quedando tan destrozado que a duras penas llegó a puerto remolcado por una fragata. El navío Princesa, también de tres puentes, arrió dos veces su bandera se salió de la línea; los demás sufrieron, aunque menos, averías que obligaron a la escuadra a entrar en Mahon, abandonando su crucero y dejando libre el mar, con lo cual se pudieron enviar a Italia al infante Don Felipe las provisiones que tanto necesitaba.

En toda Europa se habló mucho tiempo de la batalla por los incidentes que la siguieron. Los franceses, singularmente su jefe Mr de Court, procuraron sincerar su conducta enviando relaciones a los periódicos y escribiendo a las personas de suposición cartas en que la verdad se vestía con tupidas ropas, lo cual obligó a don Juan José Navarro a restablecer la exactitud de los hechos, presentando los diarios de navegación de los navíos. El Gobierno inglés, por otra parte, sometió a consejo de guerra al almirante Mathews y sus jefes de escuadra o división, por no haber rendido con la fuerza de que disponían tan pocos navíos: el fallo declaró 12 jefes despedidos del servicio. Como todos ellos publicaron sus defensas, se hizo completa la luz en el asunto y autoridades de tanto peso e imparcialidad como Federico II de Prusia, el rey de Suecia y el historiador italiano Muratori encauzaron la opinión pública en honra mayor del general español, elevado con aplauso general a la categoría de teniente general y distinguido con merced de título de Castilla con denominación significativa de Marqués de la Victoria.

Rehabilitada su escuadra en Cartagena, con 10 navíos y una fragata estuvo cruzando aquel año en hostilidad del enemigo y detención de los convoyes, hasta que en el mes de octubre se apareció el almirante inglés Rowley con 21 navíos y le bloqueó el puerto. Se ocupó entonces en estudiar el mejor modo de formar el arsenal que estaba en obra, redactando proyectos y trazando planos que, aprobados por el Marquesado de la Ensenada, dieron ser a aquel hermoso establecimiento de la Marina, para cuyo progreso se le invistió con el manto general del Departamento poco antes de firmarse la paz de 1748, que consentía aplicar mayores consignaciones a los trabajos. En 1750, por muerte del Conde Bena de Maserano, pasó al Departamento de Cádiz, a cuyo mando era anexa la Dirección General de la Armada, tan propia para entretener beneficiosamente su ilustre actividad. Parecía realmente que se rejuvenecía al poner en estudio los planes de repuestos y organización de material necesario en todos conceptos para una armada de 56 navíos, dividida en tres escuadras; estudio que puede servir de modelo y que resume el conocimiento de la marina en aquel tiempo por la claridad de los estados en que se especifica la composición en número y clase de las tripulaciones, el armamento, pertrechos, víveres, etc, etc; y como si esto fuera poco acabó la obra monumental y sin precedente Diccionario demostrativo, con la configuración y anatomía de toda la arquitectura moral moderna, habiendo empleado 37 años en pintar a la acuarela todas las piezas que forman un navío de guerra desde que pone su quilla; las he
rramientas de todos los oficios que se usan en la fábrica, la arboladura y jarcia con que se apareja, la artillería, armas y pertrechos con que se completa hasta el momento de dar vela, pieza por pieza, desde el ancla, en herraje, hasta el estoperol o tachuela diminuta; desde el cable, con dibujo de toda especie de nudos, costuras y operaciones de recorrida, hasta el peine y la bolsa de tabaco de uso del marinero; desde el chafarote a la casulla del capellán; advirtiendo que algunas de las láminas tienen 2 metros de longitud por medio de anchura. Consérvase este trabajo portentoso en el Museo Naval y se admira no menos en él la gallarda letra y seguro pulso que tenía en edad tan avanzada, porque así éste como otros libros suyos están escritos de propia mano con gallardía, y por lo general en la introducción imita perfectamente el tipo de imprenta.

Muerto el Rey don Fernando VI salió de Cádiz el 29 de agosto de 1759 para organizar en Cartagena la escuadra de 21 navíos y 6 jabeques que había de traer de Nápoles a España a don Carlos III, hermano y sucesor del monarca. Terminado felicísimamente el viaje en Barcelona, recibió don Juan José como agasajo personal un bastón con puño de oro, que tenía el mérito de haber sido cincelado y grabado por manos del nuevo rey, y para que le usara con el grado supremo de la milicia le nombró Capitán General de la Armada, con otras señaladas muestras del afecto que se había granjeado.

La última campaña de mar que hizo fue en 1765 para conducir a Italia en la escuadra a la infanta Maria Luisa, que iba a ser emperatriz de romanos, y traer a la princesa del mismo nombre que fue reina de España: no creyó que su edad le dispensaba de estas comisiones ni menos de continuar la serie de trabajos de bufete cuya larga relación ocupa algunas páginas en la Biblioteca Marítima de don Martín Fernández Navarrete, aunque nuca dispuso de los fondos necesarios para la impresión ni consiguió que se hiciera por cuenta del Estado. Únicamente vieron la luz pública el Tratado de señales y un opúsculo jocoso que, con título de Carta que escribe el padre Juan de Olvido, mínimo piloto y matemático, al Reverendísimo Padre Fray José Arias de Miranete, enderezó a este autor, juzgando los trabajos en que se había ingeniado en esta redondilla:

Padre la cosmografía/ Que aborta su Reverencia / Como la explica su demencia / Como la piensa manía.

De lo único que se vanagloriaba era del invento de un aparato compuesto de dos odres y unos palos cruzados, que llamó salva-nos y que perfeccionado con el tiempo es la guindola o salva-vida que usan todos los buques para el caso de caer un hombre al agua. A los 84 años de una vida fructuosa para la Armada, siendo escuela y ejemplo de la oficialidad, murió en la isla de León o ciudad de San Fernando el 5 de febrero de 1772. No se encontró en su gaveta cantidad suficiente para costear el entierro, que por orden del Rey, y de su cuenta, se hizo con esplendidez. El Cuerpo de la Armada quiso dar testimonio de su afecto erigiéndolo por suscripción un mausoleo que hoy ocupa debido lugar en el Panteón de Marinos Ilustres.

 

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