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José Mazarredo Salazar, el mejor marino de su tiempo

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Pródiga como es de sus dones la Naturaleza, suele repartirlos con cuenta y orden que obedecen al grandioso sistema de su armonía; y así como el trigo no espiga allí donde se desarrollan el plátano y la ceiba, ni la sombra del roble cobija al cafeto, así tampoco se ven ordinariamente juntas en el hombre la hermosura y la agudeza, la energía y el saber, el talento y la diligencia, hallándose distribuidas y combinadas las buenas con las malas condiciones en el orden moral y en el físico, por el soplo creador que puso espinas en la rosa y privó de aroma a la camelia. Por excepción de esta regla general se producen fenómenos que en la sociedad humana constituyen dos escalas extremas, según el predominio de las actitudes, de las pasiones y también de las circunstancias del individuo que se halla fuera de la esfera normal.

En don José de Mazarredo, nacido en Bilbao el 5 de marzo de 1745, de distinguida familia, se notan particularidades tales, que es forzoso reconocer en él una de esas rarezas moldeadas para influir en la época de su aparición y para dejar huellas en las sucesivas. Alta estatura, constitución robusta, gran fuerza muscular, que convenía con la energía del carácter, se conciliaban con una movilidad perpetua y con el afán incansable del trabajo, ya en las más altas concepciones del cálculo, ya en las más enojosas prácticas de arreglo y organización, o bien en las fatigas del servicio del mar. De índole sociable, de modales distinguidos, en el trato común era decidor y propenso a colocar un chiste con oportunidad, aunque el hábito del mando daba a su fisonomía aspecto grave e imponente. Poseía conocimientos generales que le permitieron desempeñar difíciles misiones diplomáticas y alternar ventajosamente con los hombres de Estado y los jefes de escuadras de otras naciones, y abarcando las numerosas ramas que forman el saber en la marina, dominó las Matemáticas, la Astronomía, la táctica, la construcción naval, la legislación, la higiene y el arte, que pocos alcanzan, de conciliar con la severidad de la disciplina el bienestar y contento de los subordinados. Dice, con razón, un biógrafo que su vida resume la historia de la Armada en el tiempo que duró su carrera, con lo cual se evidencia la imposibilidad de trazar con breves líneas más que esos sucesos que por notoriedad despertaron la atención pública.

El primero ocurrió siendo guarda marina en edad de 16 años como consecuencia del naufragio del buque en el que navegaba: contra el sentir de hombres prácticos y encanecidos, se embarcó de noche y con furioso temporal en un botecillo y desmintió la creencia de que había de perder la vida, salvando la de 300 hombres que componían la tripulación, hermoso ensayo de su genio marinero, que sirvió de cimiento a la reputación que había de lograr.

El viaje a Filipinas y por noticia que había visto en periódicos ingleses de haberse publicado tablas para la determinación de la longitud por distancias innares, se echó a discurrir sobre la resolución de este problema y de una manera complicada para suplir dichas tablas, lo logró, haciendo uso frecuente de su método para corregir la estima, único medio de que disponían por entonces los navegantes. El cálculo que concibió era tan prolijo, que se necesitaban 48 horas para concluirlo a pesar de lo cual lo repitió durante el viaje, convenciéndole de la exactitud las recaladas al Cabo de Buena Esperanza y al Estrecho de Sonda. Se le ha disputado la originalidad de la invención, observando que ya en 1752 había tratado el abate Lacaille de la opción de determinar la longitud por las distancias lunares, siendo suya la idea que habían aplicado los ingleses en 1767, y que en Madrid mismo se imprimió un libro de don José Ignacio Porras llamado: Régimen de hallar la longitud en la mar. Lo primero es exacto pero no amengua el mérito de Mazarredo que no tenía noticia del método; en cuanto al libro de Porras, sin más que copiar todo el título, se advierte que trata de la longitud por los rumbos y variación de la aguja. El asunto no es de gran importancia, ya que de todos modos atestigua ingenio, perseverancia y competencia en la observación y el cálculo generales, demostrados con más elocuencia en la situación de la isla Trinidad del Brasil y en otras muchas que se le deben, y posteriormente en la dirección de la enseñanza de guardias marinas y trabajos del Observatorio que montó en Cartagena.

Poseyó uno de los primeros cronómetros de bolsillo que se construyeron en Londres y disfrutó también las primicias de los sextantes de reflexión, en los cuales, y esto sin disputa, inventó el aparato que da al anteojo movimiento paralelo al plano del instrumento, adoptándolo inmediatamente los instrumentos de Londres JunuBird y Magallanes, con los que estaba en correspondencia. Cronómetro y sextante le acompañaban, no sólo por mar, sino también en los viajes por tierra y a pesar de la molestia de los vehículos en que éstos se inician por entonces, vencida por sus aficiones, fue determinado en sucesivas excursiones, cuando se trasladaba de uno a otro departamento, las situaciones geográficas de Alcalá de Henares, Roncesvalles, Irún, Vergara, Pasages, Bilbao, Limpias, Colindres, Pamplona, donde observó el eclipse de sol de 1806; varios pueblos en las carreteras de Murcia a Ferrol, de Madrid a Bilbao por Somosierra y de Madrid a Cádiz, sin contar con los que con una mayor precisión fijó, así en las costas de la península como en las de Berbería, que sirvieran más delante de base a los trabajos de don Vicente Tofiño. El que de esta manera utilizaba el descanso de las posadas en los trayectos no perdía como es de adivinar, momentos para la instrucción teórico-práctica de los jóvenes puestos a su cuidado. Para ellos escribió expresamente un tratado de navegación y la colección de tablas más necesarias para los cálculos a bordo.

Siendo mayor general de la escuadra que mandaba don Miguel Gastón en 1773, escribió y ensayó los Rudimentos de Táctica y las Instrucciones y señales y siguió aplicándolas en la de don Luis de Córdoba, cuya organización le era debida, como también el apresamiento del gran convoy inglés, que hizo el 9 de agosto de 1780 en el Canal de la Mancha y la salvación de la escuadra combinada franco-española en la noche del 31 de agosto del año siguiente; pues hallándose cerca de las Sorlingas con gran temporal, hizo el almirante francés señal de riesgo en la derrota, lo que resistió Mazarredo por la confianza que tenía en sus personales observaciones astronómicas, obstinándose en seguir el rumbo a que navegaban, que era el acertado como el tiempo comprobó; y dícese que, reconocido su error, el Conde de Guichen que mandaba las fuerzas francesas, dijo con ingenuidad digna de aplauso: “Yo iba a perder una Armada que Mazarredo salvó”.

No fue esta sola la ocasión en que, haciendo alarde de los conocimientos astronómicos poco generalizados por desdeñarlos los marinos como cosa que incumbía al Cuerpo de
pilotos, ofreció demostraciones de su incuestionable utilidad y dio golpe fatal a las preocupaciones de la rutina. En 1 de noviembre de 1780 se hubieran perdido con toda certeza las escuadras españolas, de 28 navíos y 4 fragatas; francesa, de 38 navíos y 20 fragatas y el rico convoy de 130 buques que escoltaban, si el mayor general Mazarredo, según consta oficialmente, no las hubiera sacado de la peligrosa situación en que las puso la orden impremeditada de salida que dio el Conde de Estaing. Regresando a España en el invierno de 1782 con otra escuadra de 40 navíos y 7 fragatas, que había operado en América, pudo por su cronómetro desmentir la situación de estima muy errónea de los pilotos y recalar con toda precisión sobre Cádiz. Lo mismo ocurrió dirigiendo la derrota de la escuadra combinada el mismo año hacia el Canal de la Mancha. Con tiempo cerrado, se consideraban los pilotos españoles y franceses a 120 leguas del cabo Finisterre, al paso que Mazarredo afirmaba que habían de verlo al amanecer del día siguiente. Cumplida la predicción, que en el día puede hacer cualquiera con los elementos que han adelantado el arte de navegar, causó general asombro y fue motivo para enaltecer su consumada inteligencia, singular en el acierto y en la seguridad de sus cálculos y observaciones.

En la época de sus servicios como jefe subordinado, se distinguió en otro terreno en el bloqueo de Gibraltar, ataque de las flotantes y combate con escuadra inglesa del almirante Howe y más aún en la desdichada jornada de Argel, en la que, según se dice en otro de los presentes bosquejos biográficos, el orden ejemplar en que tenía las tripulaciones y la dirección que dio al precipitado embarque del ejército bajo el fuego enemigo, evitó un sangriento descalabro, logrando por encima llevar a la escuadra cerca de 3000 heridos y todo el tren de artillería.

Premió el Rey tan buenos y continuados servicios ascendiendo a Mazarredo a jefe de escuadra a tiempo que la paz de 1783 los hacía menos necesarios, con lo que, enemigo cual era del reposo, volvió a ocuparse de los libros y de la dirección de las compañías de guardias marinas; trazó un plan de estudios superiores para que los oficiales más dispuestos los ampliasen  el curso elemental y adquiriesen los conocimientos más elevados de la ciencia y al propio tiempo se dio el examen de los sistemas de construcción naval, cuyas respectivas ventajas se discutían; hizo en la mar repetidas pruebas comparativas y redactó el Informe sobre construcción de navíos y fragatas, que se ha conservado inédito.

En 1785 se le encargó la primera misión diplomática encaminada a negociar la paz con la Regencia de Argel, que se llevó a término y en la confianza de que para todo servía, al regreso se le llamó a Madrid para redactar las Ordenanzas generales de la Armada, obra interrumpida por la Guerra de la Gran Bretaña, para la cual, ya en la categoría de teniente general, embarcó en 1789 en la escuadra del Marqués de Socorro, que cruzó constantemente sobre las costas de Portugal y Galicia, sin accidente notable hasta que se restableció la paz, que entonces reanudó la tarea de las Ordenanzas, empleando siete años en su labor. Pronto se cumplirá un siglo desde la promulgación de ese código en 1783, y vigente aún en su mayor parte, a pesar de las variaciones sucedidas, así en el régimen y gobierno del Estado, como en el de las marinas; admira la concisión y elegancia del lenguaje, el orden de las materias y la sabiduría de los preceptos. Si Mazarredo no contara con otros títulos, el de antor de la Ordenanzas de la Armada le daría por sí solo puesto preeminente entre los hombres ilustres del siglo XVIII, por más que no fuera de aquellos con que él se envanecía, conceptuando el trabajo muy inferior al de las observaciones astronómicas, en tanto se recreaba.

Durante la guerra con Francia, iniciada en 1795, mandó una escuadra en el Mediterráneo que estuvo en un principio unida a la del general Lángara y a la inglesa del almirante Hood, ocupando el puerto y arsenal de Tolon, y asistiendo a la defensa de Rosas. Posteriormente recayó el mando en jefe en Mazarredo, cuando el servicio se resentía de la salida del Ministerio del ramo de Valdés, de respetable memoria por los inmensos beneficios de su larga e inteligente dirección. Acostumbrada a decir siempre la verdad al Gobierno sin disimulo ni reticencias, con aquellas franqueza vizcaína que siempre conservó, hizo razonadas observaciones y formuló quejas por el abandono y falta de recursos en que estaban sus navíos, presentando la dimisión del mando cuando vio desatendidas sus gestiones. A este acto se dio interpretación siniestra, mandándolo desterrado a Ferrol, con prohibición de entrar en la corte.

Caído el ministro imprevisor, recibió Mazarredo una solemne reparación, a la que se asoció la opinión pública, mandándole trasladarse prontamente a Cádiz, reorganizar los restos de la escuadra y disponer la defensa del puerto, que era de esperar se viera amenazado por los ingleses victoriosos. En menos de tres meses logró su actividad reponer las cosas a su modo, es decir,  en el orden más cumplido, teniendo a punto la escuadra y organizadas en divisiones las fuerzas sutiles, que pronto llenaron su objeto, pues acercándose los enemigos con bombardas, que ubicaban en la parte del Sur, las atacó bizarramente en las noches del 3 y 5 de julio, obligándolas a levantar el campo y librando a la ciudad de los horrores de un bombardeo. Hizo además una salida con la escuadra, que tuvo en respeto a los ingleses, hasta que, reforzados con la escuadra del Tajo, reunieron la imponente fuerza de 42 navíos, que bloqueó la bahía.

Nombrado capitán general del Departamento, alternó sus variadas atenciones trasladando el Observatorio astronómico, que estaba en Cádiz, al sitio que actualmente ocupa en San Fernando; allí fundó talleres de cronometría y de instrumentos náuticos con alumnos pensionados en París y Londres y puestos a propuesta suya en aprendizaje con los maestros más acreditados; volvió a ocuparse de construcciones con motivo de la carena del navío Hermenegildo, que dio motivos para estudios y comparaciones; fomentó el arsenal, se ocupó de todo hasta que en 1799 pasó con la escuadra al Mediterráneo para unirla a la francesa que mandaba el almirante Bruix, consiguiéndolo en Cartagena, aunque antes sufrió un terrible temporal sobre la costa de África que desarboló a varios barcos. De Cartagena a Cádiz y desde este puerto al de Brest, navegaron juntas ambas escuadras sin incidente: allí recibió Mazarredo orden para entregar el mundo a Gravina y pasar a París. La franqueza de Mazarredo no era condición de las mejores para entenderse con la solapada diplomada del futuro Emperador, de cuyas insinuaciones dedujo con total claridad la inmensa ambición del guerrero y los propósitos del político, directamente encaminados, por lo que toca a España, a una dominación que empezaría por disponer en absoluto de las fuerzas navales. Él, que jamás sufrió imposiciones, se opuso
sin rodeos a los planes que se le proponían y sobre todo a la permanencia en Brest de la escuadra española; a lo que no ha tenido escrúpulo a publicar un historiador francés. No esperaba Napoleón tan abierta resistencia y para vencerla acudió a la Corte de España que no tuvo problemas en sacrificar al embajador, ordenándole que, dando por terminada la misión y dejando a la vez el mando y la situación de cuartel en Bilbao, que no bastaron a librarle de la ojeriza que en las regiones del Gobierno se había despertado contra lo que se llamaba su tenacidad vizcaína. En Bilbao sucedió una conmoción originaria por intereses locales, que pudo tomar serias proporciones a no mediar la altísima consideración y respeto que el general Mazarredo inspiraba. Su intervención, pedida por las autoridades, calmó la efervescencia popular y previno un choque cuyas consecuencias no son fáciles de asimilar. Esto no se tuvo en cuenta en la corte. El prisma mediante el cual se miraban las acciones del marino trocó en censura en acto meritorio y sin consideración a la edad y a los servicios de su dilatada carrera, se le hizo salir de la villa de un modo poco conveniente, señalándole residencia forzosa, primero en Santoña y luego en Pamplona.

Vuelto a Bilbao en 1807, le cogió allí el alzamiento nacional, cuyo movimiento no siguió con la gran masa de los españoles, fue de esos pocos en números pero de alta estimación, que creyeron que debía ceder a una necesidad inevitable, de que la nación reportaría ventajas y progreso en las ideas. Todo lo que la corte de Madrid hizo para mortificarlo utilizó Napoleón, con el conocimiento que tenía de su valor, para atraerlo a su partido, escribiéndole para que fuera a Bayona con los notables allí convocados y exponiéndole allí el fin de implantar el régimen constitucional, a que Mazarredo se inclinaba por convicción. Vencido el coloso de Córcega, la pasión política calificó con poca generosidad los actos del ministro del rey intruso, por más que la equidad haga ver que fueron guiados por el espíritu recio de una conciencia limpia por la tendencia benéfica de aliviar la suerte de los pueblos. Sólo en la Marina se conservó la memoria de que se debía al General la salvación de las escuadras, la organización y manejo de las mismas, que dio a España superioridad en la Guerra de 1779 a 1783; los adelantos de la hidrografía, de la arquitectura naval y del régimen de las tripulaciones; la reforma de los estadios teórico-prácticos de las academias y la formación en las escuelas de los mejores jefes y oficiales.

En la era de su valimiento prestó el último servicio, grande como todos los suyos, porque perdida la batalla de la Coruña y obligado el ejército inglés a reembarcarse, invadieron las provincias de Galicia las tropas del imperio y hallando en el arsenal de Ferrol once navíos, cuatro fragatas y otros buques menores, quisieron  llevarlos a Francia como buena presa, disponiendo al efecto un contraalmirante con oficiales y marinería. Mazarredo lo impidió trasladándose al Departamento con órdenes del rey José, que hizo valer. De regreso en Madrid sufrió un ataque de gota, muriendo el 29 de julio de 1812, librándose ya que no de las censuras, de la emigración y la pesadumbre que sufrieron los de su partido. La voz de don Martín Fernández de Navarrete fue la primera que se alzó para publicar que la “humanidad perdió en él un corazón dulce, candoroso y benéfico; la Marina, el genio que más la ilustrara en su época y la nación, un hombre con ingenio, activo y celoso”.

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