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El Papa Francisco canonizará a Fray Junípero Serra

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Con motivo de su viaje a la ciudad estadounidense de Filadelfia, el próximo mes de septiembre, para presidir el Encuentro Mundial de las Familias, el Papa Francisco quiere aprovechar para declarar santo al hoy beato Fray Junípero Serra. Este franciscano mallorquín, natural de Petra, fue declarado beato por San Juan Pablo II, en 1988, por la curación inexplicable de un lupus de una religiosa franciscana en la ciudad de San Luís, la hermana Mary Boniface Dyrda. Ahora alcanza la santidad sin necesidad de un segundo milagro, por decisión del Papa. El nuevo santo evangelizó California, fundando 9 misiones, a las que seguirían otras 12, algunas de ellas origen de populosas ciudades actuales de la costa Oeste de los Estados Unidos. Como reconocimiento a su esfuerzo evangelizador, su estatua figura en el Capitolio, en Washington.

Nuestro protagonista nace el 24 de noviembre de 1713, en la localidad mallorquina de Petra, hijo de una sencilla y devota familia de labradores, Antonio Serra y Margarita Ferrer, quienes le inculcaron la fe que nunca le abandonaría. El joven Miguel José inicia sus primeras letras en la escuela del convento franciscano de San Bernardino. Sus rápidos progresos, le animaron a ir a Palma, a cursar estudios superiores. A los 15 años asiste a clases de filosofía en el convento de San Francisco de Palma.
 
Nace en él la vocación religiosa, vistiendo el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de Palma, para en 1731, emitir los votos religiosos, tomando el nombre de Junípero.
 
Tras cursar los estudios religiosos con brillantez, empieza a impartir clases de filosofía en el convento de San Francisco, en la cátedra que ganó con brillantez. A partir de 1743, pasa a ocupar la cátedra de Teología Escotista, en la entonces famosa Universidad de Palma de Mallorca.
 
Para entonces, había alcanzado notoriedad, por su elocuente oratoria. Pero él tenía otras inquietudes y había brotado en él la semilla del misionero. Ocultándoles sus proyectos a sus ancianos padres, para no apenarles y, tras obtener los permisos necesarios, embarca, en 1749, con sendas escalas en Málaga y Cádiz, hacia América, al Virreinato de Nueva España, actual México, para llevar la fe de Cristo a aquellas tierras.
 
Después de una larga travesía y un no menos penoso viaje a pie desde el puerto mejicano de Veracruz, llega por fin a la capital de Méjico, donde le espera su nuevo destino en el Colegio de Misioneros de San Fernando.
 
Pero su estancia allí dura escasos seis meses. Espoleado por su afán evangelizador, emprende al frente de un grupo de voluntarios camino hacia Santiago Xalpán (hoy Jalpan de Serra), en pleno corazón de Sierra Gorda, en el Estado de Querétaro, donde permanecería por ocho años. Todavía hoy se conserva allí un esbelto templo churrigeresco, levantado bajo su dirección. Pero lo que de verdad resultó de su celo misionero fue la conversión de indios semi salvajes, en ciudadanos sociables, y aquellas tierras áridas en un vergel. Donde muchos antes habían fracasado, Fray Junípero estableció las bases del modelo que luego trasladaría a las misiones por él fundadas en la Alta California: aprender la lengua nativa, para poder enseñar mejor a los indígenas a cultivar la tierra, montar granjas y talleres, enseñarles toda clase de oficios e incluso el comercio y, por supuesto, transmitirles la doctrina católica.
 
En el centro de cada fundación, se levantaba una capilla, las cabañas para los misioneros, un pequeño fuerte para protegerse de ataques de indios hostiles y, a su alrededor, se animaba a los indios a establecerse.
 
El éxito de su labor misionera, llevó a las autoridades a invitarle a acudir a la misión de San Sabá, un afluente del río Colorado, en Texas, donde los misioneros habían resultado muertos por los indios apaches, pero el viaje nunca llegó a producirse.
 
Entretanto el Rey Carlos III había promulgado la orden de expulsión de los jesuitas de todo el Imperio español. Eso incluía las misiones de la Baja California. Ese Estado, en lo que hoy son los Estados Unidos, había sido explorado y cartografiado ya en 1542, por Juan Rodrígez Cabrillo, quien partiendo del puerto de Colima, recorrió toda la costa de la Baja California hacia el Norte, descubriendo la bahía de San Diego y siguiendo luego hacia Los Ángeles y Santa Mónica. España había tomado posesión de toda la costa del Pacífico de los Estados Unidos, en un inmenso territorio, que se veía amenazado desde el Este por los franceses, desde la Luisiana –luego también territorio español-, y por los ingleses, desde las Trece Colonias. Pero otra amenaza se cernía sobre el imperio español que se extendía por la costa Oeste. Una expedición rusa, encabezada por Vitus Bering, había descubierto, en 1741, el paso entre su país y Alaska, donde establecieron asentamientos para explotar con gran provecho el comercio de pieles. Se hacía necesario afianzar la presencia española en esa parte de sus territorios.
 
Y ahí entra en escena nuestro protagonista, junto con otro español universal, el General José de Gálvez, a quien se encargó la tarea de fortalecer la presencia española en California, tarea en la que trabajarían conjuntamente el militar y el misionero, ya que Gálvez era consciente de que ninguna ocupación militar sería efectiva, sino se conseguía ganar los corazones de los nativos, y bien sabía que para ello era preciso la misión evangelizadora de alguien de la talla de Fray Junípero Serra.
 
De modo que, como en tantos otros lugares antes de la América Hispana, la espada y la cruz marcharon una vez más juntas, en la forja de un imperio. Fray Junípero Serra embarca, en 1769, hacia Loreto, en la Baja California, donde se establece durante un año. Precisamente durante su estancia allí, es cuando llegan noticias de la llegada de los rusos a Alaska, por lo que el Virrey Marqués de Croix encarga al Visitador General José de Gálvez que organice una expedición hacia el Norte.
 
Fray Junípero Serra se suma a la expedición, dirigida por tierra, por el Comandante Portolá. El viaje, ya duro en condiciones normales, se convirtió en un calvario para nuestro próximo santo, a causa de una llaga producida por la picadura de un insecto, recién llegado a Méjico.
 
En julio de 1769, llega la expedición al puerto de San Diego y, mientras las tropas levantan el campamento e izan la bandera de España, el Padre Serra hace lo propio con la cruz de Cristo, procediendo a fundar la primera de sus misiones en ese territorio. Los primeros encuentros con los indios no fueron precisamente cordiales, sufriendo continuos ataques e intentos de robo. Eso, unido al desabastecimiento, estuvo a punto de malograr la fundación, pero en el último momento llegaron refuerzos y nuevos avituallamientos desde Méjico, cuando el comandante Portolá había ordenado ya la retirada hacia la base de partida.
 
La posterior falta de apoyo por parte de los gobernadores de Baja California impulsa a Fray Junípero Serra a ir a la Corte del Virrey de Méjico, para reclamar su ayuda, obteniendo por parte del Virrey Antonio María Bucareli el pleno respaldo a su labor misionera.
 
Retorna entonces al Norte, emprendiendo con nuevos bríos su misión fundadora. Varias misiones, unidas por el Camino Real, van jalonando el territorio, contribuyendo a su colonización: San Diego, San Carlos en Carmelo, San Antonio, San Gabriel y San Luís Obispo, a las que siguen las nuevas de San Francisco –origen de la hoy populosa ciudad estadounidense-, San Juan de Capistrano, Santa Clara y San Buenaventura. La de Santa Bárbara no la llega a ver terminada Fray Junípero, ya que le alcanzará antes la muerte, que le llegó el 28 de agosto de 1784, en la Misión de San Carlos Borromeo, junto al río Carmelo, cerca de Monterrey.

 

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