Tanta preocupación por «nuestra democracia», tanta discusión estéril sobre la misma, sin voluntad de realizar las reformas que necesitaba, se ha olvidado de la existencia de Estado nacional, anterior y mucho más importante que la democracia misma. La nación, entendida como unidad territorial y política de convivencia, es la base de nuestra seguridad y de nuestras libertades, el lugar físico y geográfico—el sitio y sus fronteras—donde se asienta y sobre el que opera el llamado Estado de Derecho, es decir, una ley común, igual para todos.
La democracia liberal, en sus diversas variantes, conforma el Estado Constitucional, fue diseñada para gobernar naciones de ciudadanos libres bajo el imperio de la ley, y nunca debería poner en peligro la unidad de la nación ni obstaculizar la acción del Estado o subvertir la ley. En caso contrario debería ser sustituida, si es que no es barrida antes o desaparece víctima de su propia degradación.
La democracia ha permitido el desarrollo de partidos totalitarios, fascistas, populistas o comunistas, todos favorables al desmembramiento de España, y ha impuesto en muchas regiones lenguas inútiles al servicio de tiranías separatistas. Los partidos llamados constitucionales o constitucionalistas no les han ido a la zaga, por necedad o cobardía. En opinión de sus valedores, cualquier región española con «vocación de nación»—en palabras de un ínclito jefe de partido—tendría «derecho a decidir» mediante votación a separarse.
La democracia española, víctima de la demagogia y del fundamentalismo ideológico más soeces, afectada de una especie de democratitis perniciosa, se ha transformado en lo más contrario a la democracia como forma de gobierno y no se detiene ante nada, exponiéndose, merecidamente, a desaparecer.